Cuando se habla de educación,
sigo sin entender por qué tantas veces se acaban polarizando los debates.
Porque todo debate educativo está lleno de matices, y creo que es bueno huir de
los extremos. Sin embargo, considero que hay opiniones más acertadas que otras
y, sobre todo, hay opiniones más fundamentadas que otras. Todas las opiniones
son respetables, pero no todas las opiniones tienen el mismo valor, pues
algunas están respaldadas por hechos, evidencias o estudios, y otras tan sólo
por palabras. Si todas las opiniones valieran lo mismo, cualquier debate sería
absurdo, pues no podríamos demostrar nada ni llegar a ninguna conclusión.
Pondré un ejemplo. Hace unos
días, apareció en la
contra de la Vanguardia la opinión de un experto (psiquiatra y
neurocientífico) acerca de la relación entre las nuevas tecnologías y su efecto
en el cerebro del ser humano. El entrevistado: Manfred Spitzer, autor del libro
Demencia digital (Ediciones B), una
persona que ha dedicado toda su vida a estudiar este fenómeno. Y me sorprendió
que algunos maestros y profesores
ningunearan sus opiniones en las redes sociales aportando el ‘sólido’ argumento
de que “está equivocado porque en mi clase trabajamos con ipads y observo que
los niños aprenden mucho”. Aunque pueda ser cierto, según las leyes de la
lógica esa afirmación es una falacia (falso argumento o argumento engañoso) que
se denomina “generalización apresurada”. Consiste en utilizar un caso
particular para sacar conclusiones generales. Si contrastamos esa opinión,
basada en la experiencia inmediata de un maestro, con la de un experto en la
materia que ha estudiado el impacto de las pantallas en los cerebros y el
comportamiento de niños y adolescentes durante años, creo que no hay color. Si
además leyéramos el libro del autor, veríamos que se apoya en datos sólidos y
fiables. Aunque es cierto que puede existir un margen de error para que el
experto esté equivocado en alguna de sus conclusiones. Pero tampoco entiendo
que esas personas digan del experto: “si no ha entrado en un aula, que no
opine”. Afirmar algo así, implica caer en la falacia “ad hominem”, donde se
ataca a la persona pero no a sus argumentos. Además, el experto habla del
impacto de las pantallas en el cerebro, el aprendizaje y los comportamientos de
niños y adolescentes, no de cómo se usa un ipad en una clase.
A quienes intentan descubrir los
matices y argumentar las cosas para llegar al fondo de las cuestiones, los
extremistas que no comparten esa opinión les sitúan irremediablemente al otro
extremo de ese debate. Porque, al evitar los matices, el extremista suele caer
en otra falacia: reducir el argumento a dos simples posibilidades (falsa
dicotomía). Y entonces, se acaba el diálogo, porque cuando sólo hay extremos,
la confrontación es inevitable. Volviendo al principio del artículo, sólo de
ese modo entiendo que en el mundo de la educación se polaricen tanto los
debates. Ya escribí en una entrada sobre el “fundamentalismo
pedagógico”. Pues, tras la falsa dicotomía, algunos recurren incluso a la
falacia “ad baculum” y sencillamente imponen sus opiniones por la fuerza.
El fondo del problema creo que es
el siguiente: resulta muy fácil criticar las opiniones que aparecen en una
entrevista, pero es más difícil leer el libro del autor y desmontar con hechos,
evidencias y estudios rigurosos todos los hechos, evidencias y estudios
rigurosos que el autor aporta para fundamentar sus opiniones. Opinar sin
conocer, es una falta de rigor. Porque creo que lo que nos conduce a los
extremos son la falta de rigor, la falta de formación y, por tanto, la falta de
criterio.
Sin embargo, evitar los extremos
no equivale a renunciar al propio criterio, que en cierto sentido son opiniones
formadas que una persona ha pensado, contrastado y ha procurado fundamentar, y
se logran tras una labor de discernimiento. Es cierto que tener criterio no
implica tener razón. Pero sí implica que, quien no está de acuerdo, se esfuerce
por argumentar y fundamentar bien la opción contraria. Lo que no entiendo es
que muchas veces se acabe tildando de extremistas o intolerantes a quienes
tienen criterios sólidos. De hecho, creo que las personas que carecen de
criterio son las que caen más fácilmente en los extremos y en cualquier
fundamentalismo. Pues quienes no son capaces de argumentar con solidez sus
puntos de vista, son arrollados por cualquier corriente que brille, suene a
moderna, sea políticamente correcta, o esté socialmente bien vista. Otro
fenómeno que suele darse entre quienes no tienen criterio, es el de quienes no
defienden ninguna opinión porque “todo es cuestión de equilibrio”. Pero sobre
ese tema ya escribió un
buen artículo Catherine L’Ecuyer en su blog.
Sólo añadiré un matiz, aunque ya
lo puse por escrito hace tiempo. Nunca he estado en contra de que la educación
se sirva de la tecnología. Lo que no entiendo ni alcanzo a comprender es el
abuso indiscriminado que muchos centros educativos hacen de los medios
digitales. Pues la tecnología en sí misma no es buena ni mala: que sea buena o
mala depende del uso que hagamos. Pero eso implica que, cuando hablamos del
uso, ya no es posible mantener la neutralidad en los juicios, no todo vale. Si
los hechos, las evidencias y los estudios rigurosos nos dan el claro criterio
de que el abuso de los medios digitales durante la infancia y la adolescencia tiende
a ser nefasto para el aprendizaje y la madurez de los alumnos, quizá sea el
momento de admitir que eso de que cada niño tenga un ipad en propiedad desde
edades tempranas y lo use como soporte para la mayoría de asignaturas, no es
precisamente hacer un buen uso del dispositivo y puede acarrear más males que
los bienes que pretende lograr. Y si nos habíamos dejado llevar por la moda,
nunca es tarde: rectificar es de sabios.
Apreciado Joan, coincido con tu valoración. No obstante, en el tema de las nuevas tecnologías, soy partidario de mantener a los menores alejados de estos dispositivos. Sobre todo en los colegios. Un buen maestro no necesita de un ipad. Va siendo hora de que confiemos en nuestros profesores. Y eduquemos a nuestros hijos para que se acudan al aula para aprender o por lo menos comportarse.
ResponderEliminarSigo. No está mal que haya un ordenador en el centro de la casa para toda la familia. Pregunté al Dr. Spitzer la edad a partir de la cual era partidario entregar smartphone y me contestó que dependía de la madurez del menor, pero nunca antes de los 16 años.
Abrazos,