EDUCACIÓN Y SENSATEZ

La educación, al menos desde que el gran pedagogo Sócrates intentara alcanzar la sabiduría provocando partos entre sus discípulos y detractores, siempre se ha producido por la interacción entre los seres humanos, por el encuentro del sabio con el ignorante, del instruido con el inculto, del versado con el iletrado, o, en resumen, del maestro con el alumno.

martes, 20 de diciembre de 2016

La vocación profesional del profesor



Se suele decir que para ser profesor es necesario poseer un “don” al que se llama vocación. Así que, como siempre, acudo a la RAE en busca de una definición. Vocación significa “inclinación a un estado, una profesión o una carrera”. Por tanto, es lógico considerar que un profesor tiene esa “vocación profesional” cuando posee la disposición para enseñar, pues “enseñar” es la primera obligación de un profesor. Añadiré una consideración: creo que esa inclinación para la enseñanza lleva en sí un cierto “espíritu de servicio”. 

Sin embargo, hoy se nos intenta inculcar aquello de que el profesor, para ser profesor, debe ser ante todo “empático, asertivo, motivador, comprensivo, cercano, facilitador, no-directivo,…”. Y si no es así, por lo visto ya no posee el “aura de la vocación”. Sin duda, muchas de esas cualidades son  deseables para un profesor, pues esencialmente el profesor trata con personas. Sin embargo, lo que no podemos hacer es exigir a todos los docentes que las lleven “en sí”, como si fuesen dones que se reciben por el mero hecho de tener “esa vocación”. Y, lo más importante, si lo esencial es la inclinación a enseñar, esas cualidades son secundarias. O, como explica Inger Enkvist, “la empatía puede ser negativa si no se combina con un enfoque en el aprendizaje”.

Porque con demasiada frecuencia se vende la “vocación profesional del profesor” como un “aura mística”, pues la palabra “vocación” tiene connotaciones religiosas. En el ámbito religioso, “vocación” significa “llamada”. Quien recibe una vocación es un “elegido de Dios”, y tiene una “gracia especial” para cumplir con su cometido. Puesto que la pedagogía new age que predomina en el mundo educativo posee un cierto misticismo y parece haber venido a redimir a los niños de su esclavitud para devolverles la felicidad, no me extraña que se haya apoderado (o quizá empoderado) del término. De ese modo, ya no se buscan profesores que enseñen, sino seres humanos edulcorados de “emociones positivas”. En casos extremos, hay quienes esperan del profesor que sea una madre Teresa de Calcuta.

No definiré lo que creo que debería ser un profesor, ya lo hice en esta entrada. Mi intención es resaltar que el profesor, ante todo, se dedica a enseñar. Puesto que es propio de su trabajo el trato humano, creo que es bueno que potencie las cualidades propias de ese trato. Creo que también debe querer a sus alumnos, es propio de quien posee ese “espíritu de servicio”. Pero quererlos esencialmente como lo que es, su profesor, no como “amigo”, “coleguilla”, “terapeuta”, “confesor”, “psicólogo”, “coach”, “dinamizador”, “animador socio cultural”, “trabajador social”, “padre-madre-abuela”,… Creo que la palabra “profesor” implica, por sí misma, una gran dignidad y responsabilidad, y no hace falta redefinirla o rellenarla de contenido. Muchos buenos profesores hacen más de lo que corresponde a su obligación, convirtiéndose muchas veces en algo más que un profesor. Pero ese “plus” no se le puede exigir a ningún docente, y menos con la excusa de que es su obligación. Ni siquiera con la justificación de que su trabajo es “vocacional”.

He conocido con el paso de los años a grandes profesores, muchos como compañeros de fatigas. Y cada uno tiene sus cualidades: unos son muy exigentes, otros menos; unos son desbordantes y cercanos, otros son más fríos y distantes; unos son metódicos y calculadores, otros más dados a la dispersión; unos son muy comprensivos, otros más tajantes… Pero cabe resaltar que todos son grandes profesionales y tienen claro que, ante todo, su misión es enseñar. Y me alegro de que sean tan diferentes, pues la disparidad de modelos también enriquece a los alumnos. Y, con el paso del tiempo, los alumnos aprenden a valorar las cualidades personales de cada uno de esos profesores que procuran enseñar. No se quedan en el mero “me caen bien o mal”, “es simpático” o “divertido”. Los valoran como personas.

Así que, en conclusión, creo que quien se dedica a la enseñanza con la disposición de enseñar y de servir, ya tiene esa vocación, sin añadir misticismos innecesarios. Soy profesor, y me niego a aceptar que en un futuro cercano “los profesores o los médicos hayan sido sustituidos por ‘coaches’ o por curanderos”, como explica irónicamente Alberto Royo en su libro Contra la nueva educación. Escribía Julián Marías que la vocación de un ser humano es “el destino libremente escogido”. Y me gusta la definición: siempre he pensado que el destino lo forja cada persona con sus decisiones libres.

jueves, 1 de diciembre de 2016

¿De quién es la potestad para educar en las NT?



Hace un tiempo, trabajé en un colegio donde se impuso el uso de ipads para casi todas las tareas desde quinto de primaria. Uno a uno, hice a varios directivos y profesores tecnológicamente entusiastas la siguiente pregunta: “¿Quién decide si un niño tiene o no móvil?”. Todos respondieron lo mismo: “Los padres”. Luego pregunté: “Por tanto, ¿a quién le corresponde la tarea de educar en el uso responsable del móvil?”. La respuesta volvió a ser la misma: “a los padres”. Es lógico, y además según el ideario del colegio, los padres son los primeros educadores y el colegio sólo les apoya y orienta en su labor. 

Pero seguíamos la conversación y, tras  tocar varios asuntos, acababa preguntando: “¿Quién decide si un niño o adolescente tiene un ipad en propiedad?”. “El ipad en el colegio es una herramienta de trabajo”, respondió uno desconcertado. Pero insistía: “No pregunto para qué se usa el ipad, sino quién tiene la potestad de decidir que un niño tenga un ipad en propiedad”. Alguno se enfadaba. Pero nadie respondía a la pregunta: “Si el colegio decide que el ipad es su instrumento pedagógico, los padres no tienen nada que decir al respecto”. Así que preguntaba: “Y si el colegio decide que el móvil es un instrumento de trabajo, los padres tampoco tendrán nada que decir, ¿no es cierto?”. Una respuesta fue: “Eres un demagogo”. Otra: “No es lo mismo”, aunque nunca me explicó la diferencia. Otro, sin más, se enfadó. Pero nadie expuso una razón lógica. 

Si la conversación continuaba, explicaba algunas de las abundantes anécdotas que conocía sobre el mal uso de los ipads por parte de los niños. Pero uno soltó: “Si los niños usan mal el ipad es responsabilidad de los padres”. Así que repliqué: “Y si los padres no han decidido que el niño sea propietario del ipad, sino que el colegio se lo ha impuesto como herramienta de trabajo, ¿sigue siendo responsabilidad de los padres?”. La respuesta: “Cada niño tiene un ipad porque queremos ayudar a los padres a que se impliquen en la educación responsable de los hijos en las nuevas tecnologías”. Pensaba que sólo se trataba de una herramienta de trabajo, pero esa afirmación abandona la neutralidad y entra en valoraciones morales… Así que insistía: “¿Se les está ayudando o se les está obligando?”. O también: “¿Eso no es imponer un criterio a las familias?”. Pero, al llegar a estas preguntas, normalmente no recibía respuestas, sólo enfados y, en una ocasión, incluso gritos. 

En aquel colegio, se impuso el ipad de la noche a la mañana, como en muchos colegios similares, y se le dijo a los numerosos padres que fueron a pedir explicaciones: “A quien no le guste, que se vaya del colegio”. Mejor no explico cómo acabó todo aquello. Yo sólo esperaba que alguien me respondiera a una pregunta: ¿quién tiene la potestad?, nada más. Para responder, basta con ser coherente. Y como se trataba de un centro cuyo ideario dice que es un colegio “de padres” y defiende que los padres son “los primeros educadores”, creo que no era tan difícil responder... A veces me siento como Sócrates, un tábano molesto.

Porque hace un tiempo, escuchaba a un cargo intermedio en primaria hablar sobre las bondades del aparato. Y se me ocurrió preguntar: “Y los niños, ¿tienen acceso a internet?”. Respondió afirmativamente. Así que le pregunté si eso no podía ser algo peligroso para las cándidas criaturas. Y habló de todo tipo de filtros muy potentes y del estricto control que un solo profesor tenía en todo momento… de cada uno los treinta ipads que había en una clase. Habrá que suponer que el buen uso del ipad y el estricto control del mismo fuera del colegio le correspondía a esos padres a cuyos hijos se les había impuesto el uso del ipad como herramienta de trabajo. Puesto que uno de los tertuliantes era estudiante de informática, le pregunté sobre la eficacia de los filtros. Y explicó desenfadadamente unas cuantas maneras muy sencillas de saltarse los filtros. Aquel cargo intermedio de primaria, se levantó y se fue malhumorado, como si alguien le hubiera insultado. 

Como no había manera de que me dieran un argumento sólido, el director del colegio llegó a justificar que el ipad servía para transmitir la fe de una forma más amena, pues se trataba de un colegio con ideario cristiano. Y, de nuevo, le expliqué que eso de “transmitir la fe” era más bien competencia de cada familia, que el colegio sólo apoyaba y orientaba, al menos según el ideario. Pero no supo qué decir. Ese director llegó a decirle a más de una familia: “El Vaticano avala nuestra pedagogía”, y añadía: “Lee lo que dice el Papa”. Por supuesto, nunca le enseñó a nadie el “aval” del Vaticano, pues el Vaticano no se dedica a avalar pedagogías. Además, soy cristiano, pero no idiota: ¿a quién se le ocurre imponer sus ideas en nombre de Dios o con la supuesta patente de la Santa Madre Iglesia? 

Leo a menudo al Papa Francisco, pero nunca habla de pedagogía. De todos modos, aunque hablara de ello porque todos somos libres de opinar, no es un tema de su competencia. Y, personalmente, no soporto el clericalismo, ya sea con alzacuellos o con corbata. Sin embargo, lo más curioso es que, cuando el Papa toca el tema de las nuevas tecnologías y la educación, se dirige a los padres, no a los colegios. Es significativo. Sobre este tema concreto, por ejemplo, ésta es una de las cosas que sugiere a los padres: “Una tarea importantísima de las familias es educar para la capacidad de esperar” (Amoris Laetitia, 275). Entre otras cosas, este es un consejo personal que el Papa Francisco dio a las familias tras una pregunta: “Los ordenadores deben estar en un lugar común de la casa. Estas son pequeñas ayudas que los padres encuentran” (Sarajevo, 6/6/2015). Pero como de los ipads no dice nada, pues a la mochila del niño con el aval del Vaticano. Al fin y al cabo, un ipad no es lo mismo que un ordenador, ¿no?

Aunque hablando de fe, quizá los directivos de ese colegio no sean tan incongruentes al elevar los asuntos pedagógicos a la altura de lo dogmático. De hecho, cuando algunos padres pedían estudios y argumentos que avalaran el uso del ipad, esos directivos decían que “creen” que el ipad motiva al niño y “creen” que el niño aprende mejor. Quizá el verdadero problema sea la poca fe de los padres respecto a la confianza ilimitada que exigían los supuestos expertos del colegio en los dispositivos. Quizás aquellos directivos deberían prestar un poco más de atención a lo que sí dice el Papa: “Cada vez son más los ‘expertos’ que pretenden ocupar el papel de los padres, los cuales quedan relegados a un segundo lugar” (Audiencia del 20/5/2015). Es curioso… un colegio de padres, pero sin los padres. Quizás fue por esas confusiones que el libro “Educar en la realidad”, así como otros escritos de autores varios como Inger Enkvist, llegaron a formar parte del index librorum prohibitorum del colegio. Pues me prohibieron formalmente hablar de ellos o contactar con cierta autora por “no ser ortodoxa”. Sí, he pecado, mea culpa.

Porque, llegando a la conclusión, esta es la única idea que pretendo transmitir en esta entrada: tengo la firme convicción de que la educación en el uso responsable de las nuevas tecnologías le corresponde a los padres, no a los colegios. Y, aunque un colegio sea laico, religioso o confucionista; público, privado o concertado; o sencillamente bilingüe, multicultural, o ni siquiera se defina en ninguna dirección, sea el tipo de colegio que sea, creo que no puede arrogarse el derecho a imponer el uso de ningún aparato electrónico a ninguna familia. Y si de todos modos algún colegio lo hace, que al menos ofrezca una alternativa a todas aquellas familias que escogieron un colegio por su ideario antes de que cuatro directivos les impusieran su forma de entender la educación supuestamente responsable en las nuevas tecnologías. Digo “supuestamente” porque poner un cacharro de 500 euros con conexión a internet bajo el brazo de un niño de 10 años, antes de que tenga la capacidad para poder decidir lo que necesita, lo que quiere y lo que no, quizás no sea la forma más óptima de educar en la responsabilidad. Creo que todo eso es muy distinto a considerar que un profesor pueda servirse de la tecnología para la enseñanza, o que en un colegio se utilicen aparatos electrónicos para ciertas actividades, ideas a las que nunca me he opuesto, pues son herramientas que yo mismo he usado como profesor. 

Nunca estaré a la altura de Sócrates, pero no tardé en ser acusado y condenado sin juicio previo por “corromper las mentes de mis iguales con preguntas puñeteras”. Así que no me quedó más remedio que beber la cicuta. En breve me plantearé escribir el guión de la película, sería un éxito asegurado. Sólo espero que algún día los colegios se dediquen a enseñar y dejen de imponer a las familias criterios que trascienden la pedagogía. Porque un ipad no equivale a un libro, a unos apuntes o a una libreta: al profundizar un poco, es fácil darse cuenta de que tiene implicaciones que van más allá de poder considerarlo tan sólo como un “instrumento de trabajo”. Por el bien de la educación, espero que los padres sean restituidos cuanto antes en su labor como primeros educadores.

martes, 15 de noviembre de 2016

Progreso y educación



Sí, es cierto: nuestros alumnos son del siglo XXI y los profesores somos del siglo XX.  Pero dentro de cincuenta años, alumnos y profesores pertenecerán por igual al siglo XXI. Es una mera cuestión temporal. ¿Alguien es capaz de negar que la mentalidad de los alumnos será diferente a la de los profesores cuando alcancemos la mitad de siglo? Pero entonces, ya no tendremos esa excusa del cambio de siglo para justificar la creación de “nuevos paradigmas”, así que habrá que buscar otra. Porque, aproximadamente dentro de cien años, vendrá alguien y dirá: “Somos profesores del siglo XXI y nuestros alumnos pertenecen al siglo XXII, ¡hay que adaptarse a los tiempos!”. Y, posiblemente, volverán a construir los tabiques que tiramos durante este siglo, sólo para volver a tirarlos cien años después. Y así sucesivamente. Gracias a Dios, mientras algunos se dedican a innovar y superan sistemas obsoletos mientras dicen defender la educación, muchos otros siguen en la trinchera, enseñando y educando. Y muchas veces innovando de verdad, pero sin fardar de sus innovaciones, porque sus innovaciones están realmente al servicio de sus alumnos.

Ya expliqué hace un tiempo lo que denominé el problema del cambio en la educación. Pero me temo que la educación se ha apropiado de la idea del “progreso continuo e irreversible”. Sin embargo, esa idea tampoco es nueva, procede de la Ilustración. De ese modo, muchos pensadores del siglo XIX adoptaron una visión del mundo en la que sólo avanzamos por “superación”. La dialéctica de Hegel o los “estadios” de Comte son un buen ejemplo de ello. Y es que, por más que nos empeñemos, no hay nada nuevo bajo el sol.

Puesto que la posmodernidad es hija de la modernidad, seguimos anclados en ese supuesto. Y no nos damos cuenta de que, en muchas ocasiones, el progreso nos ciega. Y no nos detenemos a comprobar en qué ámbitos retrocedemos mientras nos afanamos por avanzar en otros. Sin embargo, como parece ser que hemos convertido en dogma eso de que “lo nuevo siempre es mejor”, que todo lo que pertenece a otras épocas debe ser superado, no nos damos cuenta de lo que rompemos o perdemos por el camino mientras intentamos alcanzar ese futuro incierto. Y quizá ese pretendido progreso sea en realidad un retroceso. Porque demasiadas veces, en vez de cimentar las bases de lo que queremos construir, nos empeñamos en construir rápidamente estatuas con pies de barro para que brillen con luces de neón. Pues, en nombre del progreso, ¡no podemos perder el tren de la innovación! Sin embargo, por muy bonitas que parezcan las estatuas, no creo que soporten el peso. Posiblemente caerán, y puede que aplasten a futuras generaciones. Y entonces, el problema será mayor que antes de construir esas estatuas. 

Hace unas semanas pinté mi habitación. Antes de pintar, hice una limpieza a fondo, desmonté muebles, y vacié armarios. Hice un inventario de trastos, llené un par de bolsas de basura, y me vi obligado a tirar incluso libros. Luego, tapé agujeros y abolladuras con masilla, limpié manchas que podían dificultar un buen acabado, y puse cinta de pintor en todos los bordes: puertas, ventanas, enchufes,… Entonces, tras todo ese trabajo, pintar fue un momento. Y, aunque no quedó perfecto, tras pintar llegó la reconstrucción. ¿A qué viene este ejemplo? Es muy sencillo: creo que ciertas pedagogías actuales pretenden pintar las paredes sin hacer todo el trabajo previo. En nombre del progreso y de la innovación, hay que superar rápidamente, cuanto antes, un cierto sistema educativo. Y no tapamos agujeros, ni hacemos inventarios, ni nos molestamos en poner la cinta de pintor,… Porque parece ser que es absolutamente necesario adecuarse sin demora a los cambios de la sociedad actual. Y, cuando hayamos cambiado, ¿no habrá cambiado también la sociedad y tendremos que volver a adecuarnos a esos cambios? Porque hay algo que me sigue preocupando: nadie define con claridad en qué consiste exactamente ese obsoleto sistema educativo del siglo XIX del que tanto se habla, pues muchas de las críticas de tantos gurús no se corresponden con la realidad. Yo creo que la mal denominada “escuela tradicional” es un enemigo imaginario, una nueva “guerra de los mundos” al estilo Orson Welles. O, como mucho, sospecho que se trata de una campaña de márketing muy bien orquestada con el único fin de vender un producto por medio de sus altavoces: ciertos profetas-visionarios-gurús cuyo único mérito es hablar bien. 

Escribe Gregorio Luri en su obra L’Escola contra el món (ed. La Campana): “La escuela ha de situarse en cierta forma contra el mundo (…). Ha de ser capaz de proporcionar al alumno modelos de conducta en cierta forma intemporales” (p. 22). Y no puedo estar más de acuerdo. Porque antes de innovar o de reformar, creo que es imprescindible asentar las bases y pensar detenidamente cuáles son aquellas cosas a las que no debemos renunciar con el cambio. No sea que con tanta reforma acabemos derribando las paredes maestras, nos olvidemos de poner los cimientos, y el edificio se nos acabe cayendo encima. En definitiva: creo que los verdaderos cambios en la educación sólo serán válidos si no perdemos de vista las preguntas esenciales. Porque cuando hablamos de educación, no creo que “adecuarse a un mundo cambiante” sea la mejor idea. Pues cuando hablamos de educación, hay cuestiones esenciales, que no cambian, son intemporales, y demasiadas veces las olvidamos: qué es la persona, cuál  es la finalidad de la enseñanza, qué es educar,...

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Extremos, matices y criterio



Cuando se habla de educación, sigo sin entender por qué tantas veces se acaban polarizando los debates. Porque todo debate educativo está lleno de matices, y creo que es bueno huir de los extremos. Sin embargo, considero que hay opiniones más acertadas que otras y, sobre todo, hay opiniones más fundamentadas que otras. Todas las opiniones son respetables, pero no todas las opiniones tienen el mismo valor, pues algunas están respaldadas por hechos, evidencias o estudios, y otras tan sólo por palabras. Si todas las opiniones valieran lo mismo, cualquier debate sería absurdo, pues no podríamos demostrar nada ni llegar a ninguna conclusión. 

Pondré un ejemplo. Hace unos días, apareció en la contra de la Vanguardia la opinión de un experto (psiquiatra y neurocientífico) acerca de la relación entre las nuevas tecnologías y su efecto en el cerebro del ser humano. El entrevistado: Manfred Spitzer, autor del libro Demencia digital (Ediciones B), una persona que ha dedicado toda su vida a estudiar este fenómeno. Y me sorprendió que algunos maestros y  profesores ningunearan sus opiniones en las redes sociales aportando el ‘sólido’ argumento de que “está equivocado porque en mi clase trabajamos con ipads y observo que los niños aprenden mucho”. Aunque pueda ser cierto, según las leyes de la lógica esa afirmación es una falacia (falso argumento o argumento engañoso) que se denomina “generalización apresurada”. Consiste en utilizar un caso particular para sacar conclusiones generales. Si contrastamos esa opinión, basada en la experiencia inmediata de un maestro, con la de un experto en la materia que ha estudiado el impacto de las pantallas en los cerebros y el comportamiento de niños y adolescentes durante años, creo que no hay color. Si además leyéramos el libro del autor, veríamos que se apoya en datos sólidos y fiables. Aunque es cierto que puede existir un margen de error para que el experto esté equivocado en alguna de sus conclusiones. Pero tampoco entiendo que esas personas digan del experto: “si no ha entrado en un aula, que no opine”. Afirmar algo así, implica caer en la falacia “ad hominem”, donde se ataca a la persona pero no a sus argumentos. Además, el experto habla del impacto de las pantallas en el cerebro, el aprendizaje y los comportamientos de niños y adolescentes, no de cómo se usa un ipad en una clase.

A quienes intentan descubrir los matices y argumentar las cosas para llegar al fondo de las cuestiones, los extremistas que no comparten esa opinión les sitúan irremediablemente al otro extremo de ese debate. Porque, al evitar los matices, el extremista suele caer en otra falacia: reducir el argumento a dos simples posibilidades (falsa dicotomía). Y entonces, se acaba el diálogo, porque cuando sólo hay extremos, la confrontación es inevitable. Volviendo al principio del artículo, sólo de ese modo entiendo que en el mundo de la educación se polaricen tanto los debates. Ya escribí en una entrada sobre el “fundamentalismo pedagógico”. Pues, tras la falsa dicotomía, algunos recurren incluso a la falacia “ad baculum” y sencillamente imponen sus opiniones por la fuerza.

El fondo del problema creo que es el siguiente: resulta muy fácil criticar las opiniones que aparecen en una entrevista, pero es más difícil leer el libro del autor y desmontar con hechos, evidencias y estudios rigurosos todos los hechos, evidencias y estudios rigurosos que el autor aporta para fundamentar sus opiniones. Opinar sin conocer, es una falta de rigor. Porque creo que lo que nos conduce a los extremos son la falta de rigor, la falta de formación y, por tanto, la falta de criterio. 

Sin embargo, evitar los extremos no equivale a renunciar al propio criterio, que en cierto sentido son opiniones formadas que una persona ha pensado, contrastado y ha procurado fundamentar, y se logran tras una labor de discernimiento. Es cierto que tener criterio no implica tener razón. Pero sí implica que, quien no está de acuerdo, se esfuerce por argumentar y fundamentar bien la opción contraria. Lo que no entiendo es que muchas veces se acabe tildando de extremistas o intolerantes a quienes tienen criterios sólidos. De hecho, creo que las personas que carecen de criterio son las que caen más fácilmente en los extremos y en cualquier fundamentalismo. Pues quienes no son capaces de argumentar con solidez sus puntos de vista, son arrollados por cualquier corriente que brille, suene a moderna, sea políticamente correcta, o esté socialmente bien vista. Otro fenómeno que suele darse entre quienes no tienen criterio, es el de quienes no defienden ninguna opinión porque “todo es cuestión de equilibrio”. Pero sobre ese tema ya escribió un buen artículo Catherine L’Ecuyer en su blog. 

Sólo añadiré un matiz, aunque ya lo puse por escrito hace tiempo. Nunca he estado en contra de que la educación se sirva de la tecnología. Lo que no entiendo ni alcanzo a comprender es el abuso indiscriminado que muchos centros educativos hacen de los medios digitales. Pues la tecnología en sí misma no es buena ni mala: que sea buena o mala depende del uso que hagamos. Pero eso implica que, cuando hablamos del uso, ya no es posible mantener la neutralidad en los juicios, no todo vale. Si los hechos, las evidencias y los estudios rigurosos nos dan el claro criterio de que el abuso de los medios digitales durante la infancia y la adolescencia tiende a ser nefasto para el aprendizaje y la madurez de los alumnos, quizá sea el momento de admitir que eso de que cada niño tenga un ipad en propiedad desde edades tempranas y lo use como soporte para la mayoría de asignaturas, no es precisamente hacer un buen uso del dispositivo y puede acarrear más males que los bienes que pretende lograr. Y si nos habíamos dejado llevar por la moda, nunca es tarde: rectificar es de sabios.