Nunca he estado en contra de lo
nuevo ni tampoco de la innovación hecha con criterio. Creo que es positivo que
la dirección de cualquier colegio tenga un cierto ideal de mejora, que proponga
y promueva nuevos medios, y procure que el profesorado del centro educativo
entienda las propuestas y se adhiera a ellas. Lo que no comprendo es que la
dirección de cualquier centro educativo imponga métodos al profesorado sin
justificación, o que exija hacer las cosas siguiendo uno o varios métodos que,
por ejemplo, no están respaldados por ninguna evidencia, y que se rechace el
diálogo sobre esos métodos. O que, quien los impone, se niegue a aportar datos
sólidos que respalden su propuesta. Pues al fin y al cabo, es el profesor quien
entra en el aula.
Cuando en un colegio se pretenden
imponer ideas y métodos a los profesores, o cuando se pretende que “cierta innovación”
se convierta en una obligación para los docentes, se genera un problema. Eso
tan sólo es el principio. Porque entonces, las personas con mentalidad de
partido único se cierran al diálogo y a la argumentación, y siempre utilizan
las mismas frases hechas, sin razonarlas lo más mínimo. En el ámbito educativo
suelen ser: “es el futuro”, “el mundo ha cambiado”, “hay que superar los
postulados de la escuela del siglo XIX”, “tenemos que adaptarnos a los alumnos”,
“hoy los niños aprenden de forma muy diferente”,… Creo que a algunas de esas
coletillas no les falta parte de razón. Pero si se aceptan de manera acrítica, sin
matizarlas, cuando se convierten en dogmas para justificar una innovación
mediocre, el diálogo es imposible. Es cuando descubro que Kant tenía razón: “Aquellos que ya han resuelto de antemano lo
que deba aprobarse o desaprobarse, no quieren explicación alguna susceptible de
contrariar a sus intenciones particulares”.
Y es que, sirva como ejemplo, tras
intentar explicar lo que pensaba al directivo de un colegio y recibir como
única respuesta una amenaza, me escribió lo siguiente (transcribo literalmente,
con los errores incluidos): “En aspectos
opinables hay decisiones pensadas contrastadas, consultadas y, en última
estancia, tomadas que es necesario asumir como propias y procurar formarse para
“aceptarlas” intelectualmente”. Sin entrar en detalles sobre lo ocurrido en
adelante y tras diez años trabajando en ese colegio, no me quedó más remedio
que marcharme.
Me he molestado en buscar la
definición de fundamentalismo: “exigencia intransigente de sometimiento a
una doctrina o práctica establecida”. Porque, cuando se habla de innovación
en muchos ámbitos del mundo educativo, parece que sólo caben dos opciones: “estás
con nosotros o estás contra nosotros”. O, traducido en términos pedagógicos, se
cae en los siguientes reduccionismos como si fuesen opuestos, presentándolos
como opciones absolutas: “escuela del siglo XXI o escuela tradicional”. Pues,
como explica el psiquiatra Javier Cabanyes, “la dinámica interna de los totalitarismos limita la libertad de
movimientos y de expresión, promueve la restricción del pensamiento, induce
recelos y odios hacia otros planteamientos, y crea un entorno de amenaza,
desconfianza e inseguridad”. Quienes
actúan de ese modo, han caído en las redes del fundamentalismo pedagógico. Por
desgracia, en el mundo educativo hay unos cuantos fundamentalistas, aunque dudo
mucho que ellos mismos sepan que lo son. Tal y como está el mundo laboral en
nuestro país, y puesto que a nadie le interesa perder su puesto de trabajo, normalmente
un profesor de la escuela concertada que se encuentra con esos
“fundamentalistas” se callará y acatará los métodos que se le imponen.
Espero que, tarde o temprano, la
obsesión por la novedad deje de ser un dogma en el mundo educativo. Y también
que cierta innovación unidireccional y sin fundamento que se nos vende no sea
una imposición para tantos profesores. Pues creo que los buenos profesores se
reinventan a sí mismos al descubrir las necesidades de sus alumnos: no
necesitan que se les impongan métodos ni criterios. Sólo deseo que los
profesores podamos ejercer nuestra profesión con dignidad y con libertad, algo
que a día de hoy es difícil en muchos centros educativos. Y animo a todos los
profesores a que no tengan miedo a expresar libremente lo que piensan. Pues,
como explica Jutta Burgraff: “Si uno se
acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda gozar durante un tiempo de una
aparente paz; pero pagará finalmente un precio muy alto por ella, pues renuncia
a la libertad de ser él mismo”.
Yo también estuve trabajando en un colegio con un equipo directivo fundamentalista, que yo reconocía sectario en sus ideas. En esta ocasión, un colegio público. Yo conseguí marcharme cuando el concurso de plazas me lo permitió, pues fui sometida a acoso, justamente por no callar, y era insano permanecer allí. Hoy, ese colegio ha recibido algún premio por innovación educativa. Quizá me alegro de haber pasado por allí, porque así conozco de primera mano lo que, desgraciadamente , significa ese tipo de "pedagogías". Leo lo que has escrito y me veo a mí misma en esos años. Un saludo desde Málaga.
ResponderEliminarEstoy comprobando que en el mundo la educación se están dando muchas situaciones de acoso laboral a causa de la imposición de las nuevas modas pedagógicas. No sé si los directivos iluminados que maltratan a sus trabajadores tienen o no buenas intenciones. Lo que sé es que algunos no tienen escrúpulos. Sin embargo, peor que lo que pueda suceder en la escuela pública es lo que ocurre en ciertos centros concertados: personas que llevan media vida trabajando en un colegio al que quieren y con el que se identifican, y se les somete de tal modo con el acoso que se ven obligados a renunciar a su puesto de trabajo... Eso es destruir a una persona.
EliminarGracias por el comentario. Creo que acabaré poniendo a disposición de los profesores una consulta gratuita para que todos conozcan sus derechos laborales, qué medidas pueden tomar y defenderse así legalmente de estas situaciones tan injustas.