Escribía Chesterton: “La
única cuestión importante es que no se puede evitar de ningún modo la autoridad
en la educación”. Eso, dicho de ese modo a cualquier ciudadano del
siglo XXI, puede resultar escandaloso. Sin embargo, si lo pensamos a fondo,
resulta una sentencia de un sentido común aplastante.
Cuando se habla de autoridad,
muchos piensan equivocadamente en el “autoritarismo”. Pero nos explica Jutta
Burggraff: “El sustantivo auctoritas, derivado de auctor, viene del verbo augere, que significa ‘incrementar’ o
‘hacer crecer’. Autoridad es quien hace crecer, y no una pesada carga que
inhibe el desarrollo”. Quien ejerce el autoritarismo, asfixia y reprime. Quien
posee y ejerce la verdadera autoridad, en cambio, orienta, mueve, encauza,
alienta… En pocas palabras, ayuda al desarrollo de la persona.
Creo que hoy más que nunca debemos
rehabilitar el término. Porque nos hemos situado en el extremo opuesto al
autoritarismo: parece que las leyes de educación y las ideas políticamente
correctas de las “nuevas pedagogías” pretendan imponer el “colegueo” entre
profesores y alumnos. De ese modo, se despoja al profesor de su autoridad,
intentando convertirle en “uno más”, en otro adolescente dentro del aula, y el
alumno alcanza en la práctica una categoría superior a la de su maestro. Hoy en
día, ser profesor y entrar en una clase de 3º de ESO con la intención de
enseñar, equivale muchas veces a jugar en el Alcoyano y enfrentarse al Barça...
¡Claro que puedes ganar! Pero resulta un tanto difícil.
No hace muchos años, la palabra
del profesor tenía un valor supremo. No me convence ese planteamiento, pues el profesor
no siempre tiene razón. Pero de ahí a poner siempre en duda su palabra
ateniéndonos tan sólo a que el niño es un ser supuestamente inocente, hay un
gran trecho. Recordando mis tiempos de estudiante, aquellos en los que la “represión”
en las aulas decimonónicas estaba al orden del día, sólo un profesor me pegó una
vez durante mi escolarización. También recibí un bofetón en toda mi infancia y
adolescencia de la mano de mi padre. Lo siento por los que padecieron traumas
en su infancia: yo no sufrí ninguno. Y, visto con perspectiva y justicia, no
sólo tenían razón sino que considero que todos los que participaron en mi
educaron se contuvieron bastante al tratar conmigo.
No pretendo hacer un alegato de
los tiempos pasados, ni del castigo, ni del cachete, ni de la escuela
pretendidamente opresora del siglo XIX, pues nunca he comulgado con ese estilo.
Sólo considero que debemos rehabilitar la palabra “autoridad” y situarla en el
lugar que le corresponde. No creo que sea nocivo, sino que considero
beneficioso y necesario exigir ciertos comportamientos, actitudes y esfuerzos
en su trabajo a los estudiantes. Y, sobre todo, poder hacerlo sin temer represalias.
Para eso no hace falta ejercer ninguna violencia.
Creo que debemos sacudirnos las
ideas de las nuevas teorías pedagógicas y replantearnos qué es lo
verdaderamente importante en la enseñanza. En ese sentido, creo que la clave
para rehabilitar esa autoridad no puede ser otra que el conocimiento. Por
tanto, suscribo la tesis principal del libro Contra la nueva educación
de Alberto Royo: basar la enseñanza en el conocimiento y en el esfuerzo, y
volver a prestigiar el mérito que les corresponde a los buenos estudiantes*. Porque,
como explica Inger Enkvist (y creo que la mayoría de profesores de secundaria
estaríamos de acuerdo), “si se despoja al
docente de su estatus de alguien que conoce la materia que van a aprender los
alumnos, ¿qué hace el docente en el aula? (…) En ese tipo de situación, los
profesores no tienen ninguna autoridad para exigir un cierto tipo de conducta
por parte de los alumnos” (Educación, guía para perplejos, ed.
Encuentro pg. 18).
* Entiendo como buen estudiante a aquel que quiere aprender y
se esfuerza por aprender, no necesariamente al que saca las mejores notas.
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