EDUCACIÓN Y SENSATEZ

La educación, al menos desde que el gran pedagogo Sócrates intentara alcanzar la sabiduría provocando partos entre sus discípulos y detractores, siempre se ha producido por la interacción entre los seres humanos, por el encuentro del sabio con el ignorante, del instruido con el inculto, del versado con el iletrado, o, en resumen, del maestro con el alumno.

martes, 29 de mayo de 2018

El fútbol y la educación




Cuando uno es profesor en el siglo XXI, dedicar parte de tu tiempo al deporte formativo es como respirar aire fresco. Porque uno puede apartarse de la “burbuja pedagógica” y entrar en contacto con la realidad del mundo. O, hablando claro, con la verdadera educación. Y es que la esencia del deporte es incompatible con esa pedagogía de moda que hace tiempo se ha impuesto en los colegios. En el mundo del deporte son imprescindibles ciertas palabras denostadas y malditas en la pedagogía posmoderna. Por ejemplo, palabras como disciplina, rutina, esfuerzo, repetición, competitividad,... Hoy dejaré a un lado la pedagogía (aparentemente): hablemos de fútbol. 

Por ejemplo, no pasa nada por afirmar que muchas cosas se aprenden o se adquieren por repetición. Sin ir más lejos, y le pese a quien le pese, cualquier hábito se adquiere por repetición: ¿alguien se atreve a negarlo? Pues he aquí una afirmación tajante: creo que los conceptos tácticos del fútbol se aprenden por repetición. Como las escalas con la guitarra… Podría discutir o matizar la afirmación, pero me resulta difícil negarlo. El tema está en que si nos quedamos en la mera repetición, no llegaremos a ningún sitio. Porque la repetición necesita un sentido, necesita ser interiorizada, ser hecha propia, necesita sobre todo un fin al que dirigirse,… Pero que necesite todo eso, no significa que la repetición sea mala en sí misma o deba desecharse por principio, ¿no? Y hay muchas más cosas que se aprenden repitiendo y practicando, una y otra vez…

Estoy seguro de que cualquier pedagogo "teórico" habrá dejado de leer en cuanto ha leído la frase en negrita. Quizá haya necesitado “rasgarse las vestiduras” ante tal anatema. Quizá habrá detenido la lectura sólo para recordarse a sí mismo que “la repetición” limita la creatividad o los talentos del pobre niño que juega a fútbol, ese niño que debe disfrutar del deporte, que sólo debería jugar para ser feliz, porque al niño no se le debe imponer nada, tampoco ningún estilo ni forma de jugar, que luego se traumatiza,... Y bla, bla, bla. Pero la repetición es un medio. Uno más. Creo que en el fútbol es un medio necesario. Sigo matizando en el siguiente párrafo... 

Si un entrenador quiere que un equipo funcione, necesita inculcar un cierto rigor táctico. Sí o sí: nuevamente el rigor táctico es un medio, no un fin. De hecho, cada entrenador intenta hacer amenas las repeticiones tácticas (que algunos llaman tal cual automatismos), tanto las básicas como las específicas de cada sistema. Y por más complejos o elaborados que sean los ejercicios, sólo cambia el contexto, no los movimientos, que se repiten una y otra vez... Y, a medida que se asumen y se interiorizan esas repeticiones, el jugador dispone cada vez de más recursos. Y cuantos más recursos posee el jugador, la toma de decisiones del jugador tiende a mejorar sobre el campo. Y eso no lastra la creatividad de nadie: porque el jugador creativo sólo puede salirse del guión cuando hay un guión establecido. Es más: esos jugadores “geniales” o “diferentes”, multiplican su creatividad cuando comprenden el orden táctico. Porque sólo cuando lo comprenden y lo asumen pueden “saltárselo” conscientemente, en los momentos adecuados, o hallar con más facilidad las deficiencias tácticas del rival. 

Aunque no pienso en ese tipo de jugadores “geniales” cuando escribo sobre la “repetición”. Sino que pienso sobre todo en todos aquellos jugadores con pocos recursos técnicos. No nos engañemos: esos jugadores son la mayoría, porque por más que nos empeñemos, la mayoría ni somos ni seremos genios, ni Einsteins, ni nada que se le parezca… Porque el rigor táctico ayuda a los jugadores con menos talentos a mejorar sus cualidades y prestaciones. Y así es como jugadores muy poco dotados técnicamente pueden destacar en un equipo, porque saben qué tienen que hacer en cada momento, tanto si tienen el balón como si no lo tienen: coberturas, permutas, basculaciones, apoyos, ocupar espacios,... Y, cuantos más jugadores asumen los automatismos tácticos, menor es la tendencia de un equipo a perder su sitio en el campo de fútbol. Y menos errores se cometen. Y mejor juega un equipo. Y mayor capacidad de rectificar posee el equipo cuando alguien “se sale del guión”. Y cuanto más crece el equipo, más progresan los jugadores a nivel individual… Es increíble todo lo que se logra a partir de la simple repetición, ¿no? Aunque recordemos: la repetición no es un fin en sí mismo, pero es necesaria para lograr ese fin… Al final, la constancia, virtud necesaria para el aprendizaje, da sus frutos. 

Y junto con la constancia, camina el esfuerzo… Porque un jugador que no se esfuerza, es un jugador que no aprende ni progresa. Y un jugador que no progresa, acaba siendo un lastre para un equipo. Pero sobre todo será un lastre para sí mismo... Y cuando un jugador no se esfuerza frente a otros veinte que sí lo hacen, no es discriminatorio ni “antidemocrático” dejar de convocarle o que juegue menos. Más bien es de justicia... ¿Hace falta que explique o razone estas afirmaciones?

¿Qué decir de la disciplina? Por un lado está la disciplina táctica, que ya he esbozado anteriormente. Pero por otro lado está la “rutina” o las “rutinas”, otra palabra muy necesaria en el deporte pero denostada en la pedagogía: porque la disciplina resulta especialmente valiosa cuando las ganas nos abandonan o decae la motivación, igual que en la vida misma. Y resulta que las rutinas ayudan a que los jugadores se disciplinen... A nivel individual y a nivel colectivo. Porque si un equipo no va “a una”, es decir, si no hay disciplina colectiva, no hay equipo. Y si no hay equipo, no hay fútbol... Los calentamientos, por ejemplo, son una rutina además de ser necesarios. Y no pasa nada por repetir a menudo las mismas rutinas. Es más: creo que es bueno. Porque esas rutinas, dejando de lado el aspecto físico o táctico, ofrecen dos cosas necesarias para el jugador, sobre todo cuando está en la adolescencia: seguridad y continuidad. Incluso se me ocurre una pregunta “puñetera”: ¿se puede “romper la rutina” cuando no existe una rutina? En fin…

¡Ay, y la maldita competitividad! ¡Qué mala es la competitividad! Pues no, no es mala. Es más: creo que es necesaria. Competir es aspirar a lograr un objetivo. Competir es aspirar a reproducir en el campo todo lo que se entrena, todo ello con el fin de lograr el objetivo que se ha marcado el equipo. Competir es superarse y mejorar. Y quizá conviene recordar que la finalidad de un juego es lograr un objetivo. En el fútbol ese objetivo consiste en marcar goles en la portería contraria y procurar no encajarlos en la propia. Así que ese objetivo se puede resumir en una palabra: lograr la victoria. Y si no existe el acicate de la victoria, ¿qué sentido tiene el juego en sí mismo? De hecho, se gane o se pierda, no se disfruta del juego si no se compite. Es más: si se compite y se pierde, normalmente el deportista acaba satisfecho con su esfuerzo. ¿Enfadado por la derrota? A veces sí, otras no. Pero si el deportista ha competido, siempre acabará satisfecho, que es algo diferente a las simples emociones de enfadarse o alegrarse. Porque competir es un medio para mejorar. Y uno sólo sabe si mejora o no cuando se enfrenta a un reto. Y el rival es el reto a superar... ¿Hay otra forma de saber si un equipo y sus jugadores mejoran? Además, el resultado no deja de ser un indicador, uno más, de si los jugadores y el equipo también mejoran o no. Y repito: competir no es “ganar caiga quien caiga”, sino “aspirar a ganar”. El único problema de la competitividad es convertir la victoria en un absoluto. Creo que no tiene más riesgos: porque la competitividad en sí misma es sana y necesaria.  

¿Jugar para “pasarlo bien”? ¡Claro! Pero pasarlo bien es una consecuencia de hacer las cosas bien… Quizá el problema consiste en que hemos olvidado esa obviedad hace tiempo. Porque sólo se hacen las cosas bien cuando se aprende. Y se aprende con esfuerzo, con constancia, mediante rutinas y repeticiones, con disciplina y rigor, compitiendo,… Todo con un sentido o una finalidad, pues esas cosas son medios. Y es entonces cuando se mejora, cuando se crece, cuando se disfruta de ese conocimiento adquirido, cuando uno está en disposición de adquirir más conocimientos,... Y también cuando se logran resultados. 

No diré nada sobre la escuela: pero así es en el fútbol.

miércoles, 2 de mayo de 2018

¿Educar "para la vida"?




Hace unos años, tuve a un compañero, maestro de primaria, que no paraba de explicar a todo el mundo las maravillas de sus proyectos super innovadores. A uno de ellos lo llamaba “la cesta de la compra”, y tenía que ver con la planificación de la compra y el cálculo matemático. Le escuché hablar mil veces de las bondades de ese proyecto y podría reproducir en qué consistía. Pero no viene al caso ni me parece de recibo. No sé si el método le iba bien o no: nunca me meto en el trabajo de los demás.

Pero durante un curso, ese maestro intentó poner en práctica sus proyectos en un aula de secundaria, aprovechando los famosos “créditos variables”. Estaba convencido del éxito de su proyecto. No profundizaré en su “puesta en escena”, pero lo cierto es que la experiencia no le fue muy bien. El profesor en cuestión no lo negaba, aunque achacaba aquellos fracasos a que los profesores de secundaria habíamos matado la creatividad de los niños. Parece ser que habíamos acostumbrado a los alumnos a la disciplina y por eso no eran capaces de “estar activos en el aula” cuando se rompía la monotonía. La conclusión menos polémica que saqué al respecto es la siguiente: parece que lo que entretiene a los niños en primaria no parece motivar del mismo modo a los “niños-más-creciditos” de secundaria. 

Pero basta de ironías: explico esa anécdota porque hace unos días me acordé de ese maestro y de su “cesta de la compra”. No suelo hacer la compra entre semana, pero hace poco fui a hacer la compra un viernes por la mañana. ¿Qué encontré en el supermercado? Un montón de niños que “hacían la compra”. Era una actividad escolar, “perfectamente integrada en el curriculum”, como me explicó una de las maestras que estaban allí, aclarándome que “no se trata de una salida cultural”. Debían ser criaturas de cuarto o quinto de primaria, no más. Iban por grupos, cada grupo con su carrito, su lista de la compra, y su calculadora. Las profesoras se encontraban en un punto concreto desde el que resolvían las dudas a sus alumnos. No sé cuánto tiempo estuvieron realizando la actividad, pero ya estaban cuando llegué, y allí seguían cuando me fui. Había poca gente en el supermercado, aunque los críos se portaron muy bien, e incluso pedían perdón cada vez que atropellaban a alguien.
 
No opinaré sobre pedagogía ni sobre esa actividad en concreto. Seguro que posee sus ventajas pedagógicas. Como mínimo, la actividad cumplía con lo que demandan los cánones posmodernos: los niños parecían felices, contentos y motivados con la actividad. 

Pero vayamos de una vez al “quid” de la cuestión. Porque se oye a menudo que “la escuela debe educar para la vida”. No sólo eso, sino ahora se insiste en que debe ser “la vida misma”. Nunca he entendido por qué motivo se repiten estas frases hasta la saciedad. Pues creo que la escuela, de un modo u otro siempre ha educado “para la vida”. Y, que yo sepa, en mi caso formó parte de “la vida misma” al menos durante la escolarización… 

Se me ocurren dos motivos por los que se dicen estas cosas. El primer motivo es un prejuicio que procede de esa idea que sir Ken Robinson ha logrado implantar en el imaginario colectivo: que la escuela no responde al modelo social actual. Así que hay que cambiar el paradigma para adecuarse a la vida tal y como la entendemos ahora. Y como el modelo a seguir es, por ejemplo, la empresa de espacios abiertos Google o el espíritu emprendedor, pues ahora hay que poner sofás en las aulas o hacer proyectos según los intereses del niño, que así se convertirá en un súper emprendedor. Entienden eso como adecuarse a la vida… No tengo ganas ni siquiera de intentar esbozar una crítica a este motivo.

El segundo motivo me parece más interesante y realista: muchos de quienes afirman estas cosas pretenden incorporar a las actividades escolares aprendizajes o situaciones que siempre han pertenecido a otros ámbitos. Dado el mundo en el que vivimos, resulta complicado que los niños tengan experiencias “auténticas”, pues todo viene “empaquetado” y muchos padres no tienen tiempo para realizar ciertas actividades “para la vida” con sus hijos. Ya se han ido los 80’s, esa época en la que salíamos de casa para picar a los amigos, y nadie se preocupaba por regalarnos un móvil para que llamáramos cada media hora informando de que estábamos vivos… En pocas palabras: que recuerdo haber acompañado cientos de veces a mis padres al mercado. Y debe ser por eso que jamás he echado en falta “hacer la compra” en horas lectivas.

Este segundo motivo tiene cierto fundamento. De hecho, me parece bien estar abierto a “incorporar experiencias”, siempre y cuando se subordinen a lo académico. Muchas veces no se quedan en simples experiencias, sino que también pueden ayudar a ampliar horizontes o a despertar inquietudes. Pero también tengo claro que incorporar esas experiencias no implica que “el curriculum las asuma”. Ni tampoco que deban “evaluarse”. Ni siquiera se me ocurriría considerar que “esa actividad” en el supermercado sea en realidad una “clase moderna de matemáticas”. Porque no lo es. Si acaso, acepto llamarla “práctica aplicada de la suma”, pero no “clase de mates”…

Que la escuela asuma actividades que los niños siempre han hecho en otros ámbitos no equivale a que la escuela deba “educar para la vida”. Básicamente porque los primeros educadores de cada niño no son las escuelas, ni el Estado, ni ninguna otra institución. Por magníficas que sean las intenciones de todos. A quienes les corresponde “educar para la vida” en el sentido que predica la pedagogía moderna es a los padres. Y sé que muchos no alcanzan a realizar esa tarea: la vida es muy compleja. En todo caso: abogo por la conciliación. Si no es posible, comprendo que las escuelas intenten compensar esa carencia e incluso aplaudo ciertas iniciativas. Pero sin olvidar que, en ese caso, esa no es la principal misión de la escuela. Y también que actúa como “sustitutivo”.