EDUCACIÓN Y SENSATEZ

La educación, al menos desde que el gran pedagogo Sócrates intentara alcanzar la sabiduría provocando partos entre sus discípulos y detractores, siempre se ha producido por la interacción entre los seres humanos, por el encuentro del sabio con el ignorante, del instruido con el inculto, del versado con el iletrado, o, en resumen, del maestro con el alumno.

martes, 20 de marzo de 2018

Los extremos pedagógicos y el término medio...



En los últimos años se han creado muchos debates en torno a la educación. En la mayoría de los debates parece que se enfrenten dos extremos opuestos e irreconciliables. Parece que nos obliguen a “tomar partido” por alguna opción particular...  Creo que la mayoría de esos debates son falsos. No sólo considero que son falsos, sino que también intuyo que se han creado artificialmente. Y me atrevo a decir que en ese tipo de debates tan sólo existe un extremo…

¿Cómo surgen los extremos? Creo que cuando alguien quiere vender un producto o sacar algún beneficio, lleva todo a los extremos. Porque cuando los extremos se han fijado, ya no es posible el debate: tan sólo se puede elegir una opción. Y el extremo que quiso venderse desde el principio se acaba imponiendo. Y se impone por un motivo muy simple: porque “el otro extremo” jamás existió. Ese “otro extremo” suele ser un “estereotipo”. Es decir: el extremo que quiso venderse “creó” a un falso extremo contrario y lo convirtió en un “enemigo imaginario”. Por tanto, el siguiente paso es vender al mundo que en “ese otro extremo” están los malos. Y de ese modo, los que desean venderse pueden mostrarse como “los buenos”, aunque no lo digan... En realidad, se trata de una estrategia muy común en muchos ámbitos de la vida. Y se ha repetido a lo largo de la historia. La novedad es que está ocurriendo en la educación desde hace unos cuantos años.

¿Cómo logra “el extremo de moda” (ese que quiso venderse) crear a su “enemigo imaginario”? Muy fácil: une su teoría o producto a cualquiera de los principios “políticamente correctos” que todo el mundo (o la opinión pública) considera como valiosos. Véase, por ejemplo, “innovación”, “novedad”, “valores”, “emociones”, “creatividad”,… De ese modo, cuando pensamos en uno de estos términos, enseguida lo asociamos con la teoría o producto en cuestión. En el mundo educativo, por ejemplo, hablar de “creatividad” conllevar demasiadas veces pensar en “sir Ken Robinson” y su producto. Aunque la idea que ofrece sir Ken sobre la creatividad sea en realidad un simplismo reduccionista… Porque, cuando empiezan las críticas, el extremo que desea venderse se dedica a “encasillar” en el otro extremo a todas las opiniones que parezcan críticas con su producto... Por ejemplo, si alguien se cree y defiende que la “flipped classroom” es lo innovador, por ejemplo, encasillará a todo aquel que critique cualquier aspecto de las “flipped classroom” como “enemigo de la innovación”. Tal cual, aunque el “supuesto enemigo” sea más innovador que él. Y ya no hay necesidad de argumentar a favor del producto que se quiere vender: se vende solo…

De ese modo, se le asigna a las opiniones contrarias un nombre que el hombre posmoderno aborrezca. En el mundo educativo, por ejemplo, basta con llamar a alguien “tradicional”. Da igual si es o no “tradicional”. Da igual si defiende o no la denostada y mal denominada “escuela tradicional”. Incluso da igual si lo que dice está avalado por la evidencia. Se le encasilla y ya está: un enemigo menos. Por ejemplo, un extremo pedagógico imperante afirma falsamente que “la clase magistral no es buena porque promueve el aprendizaje pasivo”. Pensemos que gracias a esa afirmación se han vendido muchos métodos fraudulentos en las aulas… Así que todo el que diga algo bueno de la clase magistral (o sobre la instrucción directa en general) es el enemigo. Y punto. De hecho, estamos en un momento en el que decir algo bueno de la “clase magistral” equivale a ser el más terrible de los profesores abominables… Así pues, cualquiera que muestre “aires de disidencia” contra los extremos de la “pedagogía imperante” (o del extremo que se ha impuesto) es el candidato ideal para estar en “el otro extremo”… Y así, el extremo que quiso vender su producto le “pone cara” a ese “enemigo imaginario” y lo convierte en “chivo expiatorio”. Si alguien cree que exagero, no tengo el menor problema en poner ejemplos reales y concretos de cómo esto ocurre en el mundo educativo. 

Sí, el mundo educativo está lleno de extremistas. Pero es importante entender que el extremista no es “el que vende” el producto. Ni tampoco el que tiene intereses particulares y usa a la educación según esos intereses... Crear un extremo por interés no es ser extremista. Básicamente se puede convertir en extremista “el que compra” sin procurar discernir. O el que se deja deslumbrar por el gurú de turno o por el producto milagroso del momento. Es susceptible de ser extremista el que convierte a su colegio (o a su aula) en el paradigma de lo nuevo, de lo que brilla, de la moda pasajera,... Y ya considero que es extremista el que defiende a capa y espada esas modas pero sin argumentar ni aceptar crítica alguna. De hecho, el prosélito que compra el producto tiende a entregarse al método con fe ciega. ¡Es que muchos se lo creen de verdad! Y el extremista tiene todos los números para convertirse en fundamentalista. Y estoy seguro de que muchos de quienes actúan de ese modo tienen buenas intenciones. Pero las buenas intenciones sin discernimiento suelen convertirse en las peores pesadillas… Las buenas intenciones y la ignorancia han producido demasiados desastres. 

Quienes crean los extremos y sacan beneficio de ello son poquísimos. Aumentan los que “compran el producto sin pensar”, aunque no creo que haya demasiados extremistas o fundamentalistas entre ellos, pero los hay... Sin embargo, la realidad es mucho más rica que los extremos: hay muchos matices e innumerables puntos de vista. Pero sí que me gustaría señalar una práctica “perversa” que se da entre esos extremos ficticios. A mi entender es peor que cualquier extremo. Se trata de ese amplio grupo de personas que proclama aquello de que “todo es cuestión de término medio”... No es que defiendan un término medio, es que la mayoría no creo que sepan de qué están hablando. El pobre Aristóteles debe estar dándose cabezazos contra la pared al comprobar cómo, una y otra vez, se saca de contexto su definición de virtud para justificar la mediocridad… Veamos: quienes no tienen convicciones ni criterios formados pero tampoco gustan del extremismo, tienden a opinar alegremente intentando contentar a todos. Y para eso, es recurrente usar de forma equivocada el concepto del “término medio”. Porque muchos de quienes hablan del “término medio”, en realidad quieren decir “consenso”. A veces lo llaman “equilibrio”. Nada que ver con la definición de Aristóteles... Es como intentar decir “todos tienen razón” para no mojarse, porque creo que esa actitud tan sólo busca contentar a todo el mundo. Además, situarse en ese falso “término medio” ecuánime otorga apariencia de sabiduría. Es la actitud de muchos de quienes no saben. Pero tampoco quieren saber ni les importa conocer, aunque delante de los demás tienen que aparentar saber…

Es fácil detectar a los defensores del falso “término medio”: si uno les pregunta, jamás serán capaces de concretar en qué consiste ese “término medio” del que hablan. Dirán vaguedades o pondrán ejemplos concretos que no aclaren nada. Eso sí, lo dirán con mucha seguridad... Pero poco más. Si uno les aprieta, dirán generalidades. Si se les insiste más, justificarán el “término medio” con frases recurrentes: “la ciencia ha demostrado”, “dijo un catedrático en una conferencia”, “dicen los expertos”, “vi un reportaje sobre Finlandia”,… Quizá el defensor del término medio hable de “ese libro” que leyó (en realidad sólo leyó “ese”) y parafrasea sus ideas: por ejemplo, es habitual haber leído a Richard Gerver y considerarse un experto en educación al repetir sus “tópicos”… Pero si se les aprieta demasiado, la solución de quienes defienden ese falso “término medio” es rebelarse y “encasillar” como extremista a quien desea de ellos una respuesta. Y se quedan tan anchos en su indeterminación. Pero jamás concretarán ningún “término medio” a pesar de defender ese supuesto “término medio”. Porque concretar equivale a “mojarse”. Y si te “mojas”, te colocan en un extremo. Y si te colocan en un extremo, ya no hay “consenso” posible: uno queda señalado... De ahí esa cómoda, cobarde y pusilánime postura del falso “término medio”… A diferencia del extremismo, esta postura está extendida y es compartida por muchos. Y me preocupa más que el extremismo, pues equivale a un conformismo ignorante que no se considera ignorante... 

Porque quizá el problema del fundamentalismo pedagógico no sean esos pocos vendedores de humo ni esos pocos extremistas o fundamentalistas. Si nadie les siguiera el juego, no habría fundamentalismo. Y si no se diera ese fenómeno parasitario del “término medio”… Si más gente se atreviera a gritar que el emperador va desnudo, acabaríamos de un plumazo con tanta tontería. Quizá el problema de que ciertos fundamentalismos pedagógicos hayan triunfado en muchos lugares sea ese: que nadie se atreve a decir lo que todos ven... O quizá no todos lo ven. Reconozco que resulta difícil darse cuenta de algunas cosas, más cuando uno está inmerso en la vorágine del “día a día”. Así que quizá el problema sea que nos hemos acostumbrado a mirar las sombras de la caverna. Quizá el problema sea que tenemos miedo a que la luz del sol nos deslumbre. O quizá sea el miedo a que el “rebaño” nos rechace si nuestra opinión no concuerda con la mayoritaria. Para quienes viven con miedo, la opción fácil es optar por ese cobarde “término medio”… Quizá el problema sea que cada uno de nosotros creemos tener ideas propias cuando, en realidad, sólo seguimos a otros como si fuéramos borregos…

No me importa admitirlo: yo también he sido forofo de unas cuantas estupideces. Me alegro de no haber tenido cargos de responsabilidad en los momentos de ofuscación fundamentalista… Y admito que he llegado a defender incluso estupideces pedagógicas de las que tanto critico. Al menos las defendí hasta que me percaté de que eran una estupidez. Porque irse a los extremos es muy humano, y creo que todos tenemos alguna experiencia personal de ello. Es propio de las épocas de inmadurez. De hecho, durante la adolescencia tenemos la tendencia de movernos hacia los extremos. Creo que ocurre en diversos momentos de la vida, como cuando uno piensa que “ya domino” pero en realidad ha dedicado poco tiempo a la materia como para dominar. Pero llega una edad en la que toca madurar. O se supone que hemos madurado... Teóricamente, porque hay demasiado infantilismo en el mundo educativo. Quizá todos los problemas de la educación se reduzcan a un problema de madurez generalizado…

Creo que lo realmente malo no es el error, sino la ofuscación. Creo que el ser humano, cada uno de nosotros, tiene la obligación y la responsabilidad de intentar discernir qué es lo que funciona y lo que no funciona en sus ocupaciones habituales. Porque vender un método que no funciona es engañar a las personas que uno tiene delante, y la mentira es algo muy feo. Creo que es una obligación personal informarse (y formarse) cuando uno se dedica a ello. Y también es una obligación reconocer el error y reparar. Aunque iré más lejos: saber que algo no funciona y callar es más feo todavía. Y rajar del jefe fundamentalista a su espalda mientras se le sonríe a la cara, y a su vez callar ante padres y alumnos a sabiendas de que el método no funciona, ya ni os cuento: todo eso equivale además a engañarse a sí mismo, algo más feo todavía... Y no sigo.

Porque, para concluir, creo que es necesario ser honesto. Y especialmente los profesores tenemos que procurar ser honestos: nuestra responsabilidad es muy grande. Pero no hace falta firmar un código deontológico ni hacer un juramento hipocrático. Basta con formarse, leer, pensar las cosas, discernir antes de decidir, comprobar si es necesario, rectificar dando la cara si no vimos antes el error,... Creo que todo ello es una responsabilidad personal. Son actividades humanas “de siempre”, actividades “mentales” de corte “intelectual”. Por mal que suenen en nuestro mundo posmoderno, esas actividades se resumen en “cultivarse” o “adquirir criterio”. Creo que nunca será honesto quien no se esfuerza en adquirir un criterio fundamentando en el conocimiento que es de su competencia. Sin “criterio” ni “conocimiento”, quizá alguien llegue a ser “auténtico”. Pero será una autenticidad fraudulenta. Y, por tanto, deshonesta. Aunque las intenciones sean las mejores. 

En definitiva, para que todos lo entiendan, lo resumiré de la forma más simple: para no caer en los extremos basta con buscar honestamente la verdad, una obligación de todo ser humano.