EDUCACIÓN Y SENSATEZ

La educación, al menos desde que el gran pedagogo Sócrates intentara alcanzar la sabiduría provocando partos entre sus discípulos y detractores, siempre se ha producido por la interacción entre los seres humanos, por el encuentro del sabio con el ignorante, del instruido con el inculto, del versado con el iletrado, o, en resumen, del maestro con el alumno.

martes, 27 de septiembre de 2016

Fundamentalismo pedagógico en los colegios


Nunca he estado en contra de lo nuevo ni tampoco de la innovación hecha con criterio. Creo que es positivo que la dirección de cualquier colegio tenga un cierto ideal de mejora, que proponga y promueva nuevos medios, y procure que el profesorado del centro educativo entienda las propuestas y se adhiera a ellas. Lo que no comprendo es que la dirección de cualquier centro educativo imponga métodos al profesorado sin justificación, o que exija hacer las cosas siguiendo uno o varios métodos que, por ejemplo, no están respaldados por ninguna evidencia, y que se rechace el diálogo sobre esos métodos. O que, quien los impone, se niegue a aportar datos sólidos que respalden su propuesta. Pues al fin y al cabo, es el profesor quien entra en el aula. 

Cuando en un colegio se pretenden imponer ideas y métodos a los profesores, o cuando se pretende que “cierta innovación” se convierta en una obligación para los docentes, se genera un problema. Eso tan sólo es el principio. Porque entonces, las personas con mentalidad de partido único se cierran al diálogo y a la argumentación, y siempre utilizan las mismas frases hechas, sin razonarlas lo más mínimo. En el ámbito educativo suelen ser: “es el futuro”, “el mundo ha cambiado”, “hay que superar los postulados de la escuela del siglo XIX”, “tenemos que adaptarnos a los alumnos”, “hoy los niños aprenden de forma muy diferente”,… Creo que a algunas de esas coletillas no les falta parte de razón. Pero si se aceptan de manera acrítica, sin matizarlas, cuando se convierten en dogmas para justificar una innovación mediocre, el diálogo es imposible. Es cuando descubro que Kant tenía razón: “Aquellos que ya han resuelto de antemano lo que deba aprobarse o desaprobarse, no quieren explicación alguna susceptible de contrariar a sus intenciones particulares”. 

Y es que, sirva como ejemplo, tras intentar explicar lo que pensaba al directivo de un colegio y recibir como única respuesta una amenaza, me escribió lo siguiente (transcribo literalmente, con los errores incluidos): “En aspectos opinables hay decisiones pensadas contrastadas, consultadas y, en última estancia, tomadas que es necesario asumir como propias y procurar formarse para “aceptarlas” intelectualmente”. Sin entrar en detalles sobre lo ocurrido en adelante y tras diez años trabajando en ese colegio, no me quedó más remedio que marcharme. 

Me he molestado en buscar la definición de fundamentalismo: “exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina o práctica establecida”. Porque, cuando se habla de innovación en muchos ámbitos del mundo educativo, parece que sólo caben dos opciones: “estás con nosotros o estás contra nosotros”. O, traducido en términos pedagógicos, se cae en los siguientes reduccionismos como si fuesen opuestos, presentándolos como opciones absolutas: “escuela del siglo XXI o escuela tradicional”. Pues, como explica el psiquiatra Javier Cabanyes, “la dinámica interna de los totalitarismos limita la libertad de movimientos y de expresión, promueve la restricción del pensamiento, induce recelos y odios hacia otros planteamientos, y crea un entorno de amenaza, desconfianza e inseguridad”.  Quienes actúan de ese modo, han caído en las redes del fundamentalismo pedagógico. Por desgracia, en el mundo educativo hay unos cuantos fundamentalistas, aunque dudo mucho que ellos mismos sepan que lo son. Tal y como está el mundo laboral en nuestro país, y puesto que a nadie le interesa perder su puesto de trabajo, normalmente un profesor de la escuela concertada que se encuentra con esos “fundamentalistas” se callará y acatará los métodos que se le imponen. 

Espero que, tarde o temprano, la obsesión por la novedad deje de ser un dogma en el mundo educativo. Y también que cierta innovación unidireccional y sin fundamento que se nos vende no sea una imposición para tantos profesores. Pues creo que los buenos profesores se reinventan a sí mismos al descubrir las necesidades de sus alumnos: no necesitan que se les impongan métodos ni criterios. Sólo deseo que los profesores podamos ejercer nuestra profesión con dignidad y con libertad, algo que a día de hoy es difícil en muchos centros educativos. Y animo a todos los profesores a que no tengan miedo a expresar libremente lo que piensan. Pues, como explica Jutta Burgraff: “Si uno se acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda gozar durante un tiempo de una aparente paz; pero pagará finalmente un precio muy alto por ella, pues renuncia a la libertad de ser él mismo”.




lunes, 12 de septiembre de 2016

La autoridad en el aula



Escribía Chesterton: “La única cuestión importante es que no se puede evitar de ningún modo la autoridad en la educación”. Eso, dicho de ese modo a cualquier ciudadano del siglo XXI, puede resultar escandaloso. Sin embargo, si lo pensamos a fondo, resulta una sentencia de un sentido común aplastante. 

Cuando se habla de autoridad, muchos piensan equivocadamente en el “autoritarismo”. Pero nos explica Jutta Burggraff: “El sustantivo auctoritas, derivado de auctor, viene del verbo augere, que significa ‘incrementar’ o ‘hacer crecer’. Autoridad es quien hace crecer, y no una pesada carga que inhibe el desarrollo”. Quien ejerce el autoritarismo, asfixia y reprime. Quien posee y ejerce la verdadera autoridad, en cambio, orienta, mueve, encauza, alienta… En pocas palabras, ayuda al desarrollo de la persona. 

Creo que hoy más que nunca debemos rehabilitar el término. Porque nos hemos situado en el extremo opuesto al autoritarismo: parece que las leyes de educación y las ideas políticamente correctas de las “nuevas pedagogías” pretendan imponer el “colegueo” entre profesores y alumnos. De ese modo, se despoja al profesor de su autoridad, intentando convertirle en “uno más”, en otro adolescente dentro del aula, y el alumno alcanza en la práctica una categoría superior a la de su maestro. Hoy en día, ser profesor y entrar en una clase de 3º de ESO con la intención de enseñar, equivale muchas veces a jugar en el Alcoyano y enfrentarse al Barça... ¡Claro que puedes ganar! Pero resulta un tanto difícil.

No hace muchos años, la palabra del profesor tenía un valor supremo. No me convence ese planteamiento, pues el profesor no siempre tiene razón. Pero de ahí a poner siempre en duda su palabra ateniéndonos tan sólo a que el niño es un ser supuestamente inocente, hay un gran trecho. Recordando mis tiempos de estudiante, aquellos en los que la “represión” en las aulas decimonónicas estaba al orden del día, sólo un profesor me pegó una vez durante mi escolarización. También recibí un bofetón en toda mi infancia y adolescencia de la mano de mi padre. Lo siento por los que padecieron traumas en su infancia: yo no sufrí ninguno. Y, visto con perspectiva y justicia, no sólo tenían razón sino que considero que todos los que participaron en mi educaron se contuvieron bastante al tratar conmigo. 

No pretendo hacer un alegato de los tiempos pasados, ni del castigo, ni del cachete, ni de la escuela pretendidamente opresora del siglo XIX, pues nunca he comulgado con ese estilo. Sólo considero que debemos rehabilitar la palabra “autoridad” y situarla en el lugar que le corresponde. No creo que sea nocivo, sino que considero beneficioso y necesario exigir ciertos comportamientos, actitudes y esfuerzos en su trabajo a los estudiantes. Y, sobre todo, poder hacerlo sin temer represalias. Para eso no hace falta ejercer ninguna violencia. 

Creo que debemos sacudirnos las ideas de las nuevas teorías pedagógicas y replantearnos qué es lo verdaderamente importante en la enseñanza. En ese sentido, creo que la clave para rehabilitar esa autoridad no puede ser otra que el conocimiento. Por tanto, suscribo la tesis principal del libro Contra la nueva educación de Alberto Royo: basar la enseñanza en el conocimiento y en el esfuerzo, y volver a prestigiar el mérito que les corresponde a los buenos estudiantes*. Porque, como explica Inger Enkvist (y creo que la mayoría de profesores de secundaria estaríamos de acuerdo), “si se despoja al docente de su estatus de alguien que conoce la materia que van a aprender los alumnos, ¿qué hace el docente en el aula? (…) En ese tipo de situación, los profesores no tienen ninguna autoridad para exigir un cierto tipo de conducta por parte de los alumnos” (Educación, guía para perplejos, ed. Encuentro pg. 18).

* Entiendo como buen estudiante a aquel que quiere aprender y se esfuerza por aprender, no necesariamente al que saca las mejores notas.