Preguntaba un seguidor del blog
en la primera entrada: ¿quién puede ayudar a los padres a educar a sus hijos?
Me ha dado mucho que pensar. Y he releído algunos artículos de G.K. Chesterton,
recogidos en un gran libro titulado Lo que está mal en el mundo (todas
las citas de esta entrada pertenecen a ese libro). La frase más llamativa con
la que me he encontrado es esta: “Las
únicas personas que parecen no tener nada que ver con la educación de los niños
son los padres”. Y resulta de gran actualidad. Por ese motivo, me he tomado
la libertad de proponer cuatro ideas.
Escribe el autor inglés: “Este grito de ‘sálvese a los niños’ contiene
en sí la odiosa implicación de que es imposible salvar a los padres”. La
primera idea es que nadie tiene el derecho de sustituir a los padres, por
muy mal que nos pueda parecer que lo hacen, ni siquiera bajo el pretexto de que
“cualquiera lo haría mejor”, aunque sea verdad. Y tenemos también la
obligación de restituirlos en su responsabilidad. “La educación es dar algo, aunque sea veneno”. Podemos alertar y
ayudar a los padres, pero no sustituirlos, por mucho veneno que les den a sus
hijos. Básicamente, porque son ellos quienes tienen la potestad, y eso
no se nos puede olvidar. Como tampoco se nos puede olvidar que cualquiera que
se dedique a la educación será un veneno para los niños si pretende no contar
con sus padres. Y creo que cualquier padre que delegue la educación de sus
hijos, está errando.
“Es vano salvar a los niños porque no pueden permanecer siendo niños.
Por hipótesis estamos enseñándoles a ser hombres, y ¿cómo puede ser tan simple enseñar una manera de ser hombres a otros
si resulta tan vano y desesperado encontrarla para nosotros?”. Como intenté
explicar en la segunda entrada, a menos que procuremos buscar la perfección de
nuestra naturaleza (que no significa ser perfectos), no educaremos. O, más bien,
educaremos mal: “No hay gente no educada. Todo el mundo lo está; sólo que
mucha gente está mal educada”. Muchos padres buscan “recetas” o “trucos”
para educar. Por tanto, la segunda idea sería la de recordar a los padres
que la mejor receta es la coherencia. Porque sólo quien procura crecer como
persona es capaz de descubrir sus carencias y no echárselas en cara a sus hijos,
o intentar subsanarlas en ellos. El planteamiento cambia: “A menos que se salve a los padres no se puede salvar a los hijos”. No
se puede enseñar la generosidad a un niño si los padres no procuran ser generosos.
Quedarse en el discurso no es educar. Nadie podrá transmitir a los niños aquello
que les salvará si los padres no lo saben primero y procuran vivirlo. O, para
seguir con Chesterton: “La falacia de
moda es que por medio de la educación podemos dar a la gente algo que no
tenemos”.
Hoy en día, cualquier tipo de
autoridad está mal vista. Pero la autoridad no es opresión ni autoritarismo. “La única cuestión importante es que no se
puede evitar de ningún modo la autoridad en la educación”. Se ejerce porque
se posee. Aunque sólo funciona cuando, quien la ejerce, es coherente (retomamos
la segunda idea). Por tanto, en tercer lugar, creo que los padres deben
dejar de temer poner límites a sus hijos. Es decir, deben imponerlos, deben
exigir. ¿Cuántos límites?, que ellos decidan. Pero, en todo caso, que sean
coherentes. Por ejemplo, un chaval me explicó una vez que, los sábados por la
tarde, su padre solía quedar en casa con varios amigos para jugar a la Play
Station y beber cerveza. Tiene que ser un plan fantástico, no lo dudo. Pero no
transcribiré la visión que tenía el niño de su padre porque, cuando me lo
explicó, estaba castigado sin poder jugar a la Play. De hecho, como norma ya
tenía prohibido jugar a la consola entre semana, pero los sábados por la tarde,
no podía tocarla. Existía un límite: Play Station sólo el fin de semana. No
valoro si el castigo de aquel fin de semana era correcto. Tan sólo que la
autoridad se ejerce unida a la coherencia, y ver a tu padre jugando a la Play
cuando estás castigado sin ella y tienes 14 años, parece (aunque no lo sea)
recochineo.
Finalmente (ahora abandono a
Chesterton), está la cuarta idea: el amor, que envuelve todo lo dicho
anteriormente. Por ejemplo, si la exigencia no va unida al cariño, por muy
coherente que sea, se convertirá en una ética kantiana del deber, y algo así
ahuyenta a cualquiera. Hoy en día sólo nos quedamos con esta palabra (amor) y
pretendemos que sustituya tanto a la coherencia como a la autoridad. E incluso,
muchas veces, contraponemos el amor a esas dos palabras. Entonces nos quedamos
en un amor que es mera efusión de sentimientos, y lleva a sustituir el trato
humano y la atención (es lo que exigen los hijos) por el regalo fácil. O, como
me decía una madre de siete hijos: “Hay
que estar en casa. Pero lo más importante no es cuánto tiempo estás en casa,
sino que cuando estés, sencillamente estés disponible”. Un efecto del amor
es el cariño. Y, para los hijos, eso nunca puede faltar. Es lo que nos lleva a
pedir perdón por nuestras incoherencias, o por los excesos y defectos de
autoridad. Es lo que restituye una y otra vez la confianza que se pueda haber
perdido. Es lo que hace que los hijos también aprendan a pedir perdón. Es
también lo que lleva a confiar en los hijos dándoles libertad, y ser capaces de
“recogerlos” cuando se equivocan, enseñándoles a responsabilizarse de sus
actos.
Por tanto, ¿quién puede ayudar a
los padres? Existen muchos libros y cursos para enseñar a ser “buenos padres”.
Sin embargo, creo que cualquiera que tenga claros estos principios, puede
ayudar a los padres. Resumiendo: implicación, coherencia, exigencia y cariño.