EDUCACIÓN Y SENSATEZ

La educación, al menos desde que el gran pedagogo Sócrates intentara alcanzar la sabiduría provocando partos entre sus discípulos y detractores, siempre se ha producido por la interacción entre los seres humanos, por el encuentro del sabio con el ignorante, del instruido con el inculto, del versado con el iletrado, o, en resumen, del maestro con el alumno.

miércoles, 27 de enero de 2016

Problemas en la escuela



No me gusta comentar la actualidad, pero un ejemplo ayuda a razonar. Porque se destapa un caso clamoroso de problemas en la escuela, y volvemos a echarnos las manos a la cabeza, a compadecernos en la distancia. Pero no cambiamos nada, sólo manifestamos cómodamente nuestro pesar en las redes sociales. Y, sobretodo, señalamos culpables gratuitamente sin saber nada.
Es evidente que los padres no son culpables. Lo que me preocupa son otras cosas:
1. Que el niño no fuese capaz de tener esa confianza para explicar claramente a sus padres (o a alguien) cuál era su problema. No culpo a los padres, y es evidente tras leer el texto que se querían mutuamente. Sólo señalo un problema.
2. Que, como he leído en las noticias (en ellas me baso), el niño diera muestras de que algo iba mal y los padres no tuvieran las herramientas para actuar o no supieran cómo hacerlo. Pues, al acudir al colegio al ver los síntomas, ellos no les ayudaron.
3. Que aún no sepamos exactamente, ni nosotros ni sus padres, qué le ocurría al niño en el colegio: ¿Acoso escolar? ¿Indiferencia o abandono por parte de sus compañeros? ¿Malos tratos? ¿Abuso por parte de profesores, en cualquier sentido, aunque sólo fuera verbal?
4. Que nadie sea capaz de asumir su culpa, sabiendo que, si Diego llegó a suicidarse por no soportar una situación, es que alguien actuó mal.
Creo que esos cuatro puntos se resumen en una palabra: deshumanización. Y el problema es cómo hemos llegado a eso. Es la misma deshumanización que nos llevará a olvidar a Diego cuando deje de ser un titular. Podría explicar en este blog varios casos de acoso laboral. Pero, como las víctimas son adultos y eso no vende, nunca serán noticia, y seguirán en el anonimato intentando rehacer sus vidas, y nadie se solidarizará con ellos públicamente. Y me sorprende leer mensajes de personas a las que conozco y que han tratado muy mal a otras, incluso clamorosamente, y se rasguan las vestiduras en las redes sociales mostrando su solidaridad con Diego. Eso es buenismo o hipocresía, no humanidad.
Porque, volviendo al inicio de este blog, “si quieres cambiar el mundo, cámbiate a ti mismo”. No podemos arreglar lo que le ha ocurrido a Diego, ni podemos consolar a sus padres. Pero sí podemos pensar a cuántas personas hemos tratado mal, con cuántos hemos sido indiferentes, a cuántos hemos dejado solos. Sí podemos acercarnos a ellos y pedir perdón, dejando a un lado nuestro orgullo, y restituyendo si es posible el mal que hemos hecho. Sí que podemos recuperar esa humanidad perdida.

miércoles, 20 de enero de 2016

Las cualidades del profesor








Leía en una web de educación que las cualidades del buen profesor del siglo XXI son: la capacidad de innovación y creatividad, el dominio de las TIC, está dispuesto a aprender de sus alumnos, no basa su relación con los alumnos en la sumisión, sino en la camaradería y en el afecto, posee empatía, manifiesta sus sentimientos y le interesan los de sus alumnos, es crítico, asertivo y facilitador, motivador, es “no-directivo”,…
Y he vuelto a preguntarme, ¿qué es un profesor? Según la RAE: “Persona que ejerce o enseña una ciencia o arte”. Por más definiciones que he buscado, no he encontrado nada más completo. A secas, un profesor “es aquel individuo que se dedica a enseñar a otros”. De acuerdo. Si un buen profesor se dedica a enseñar, ¿no tendrá que ser su primera cualidad dominar aquella ciencia o arte que pretende enseñar? Si no es así, ¿qué va a enseñar? Esa cualidad surge de la definición, y no la he encontrado en la web comentada.
Sigamos. Como conoce la materia, ama la materia, pues se ama lo que se conoce. Y, cuanto más la conoce y profundiza, más la ama (es un tipo de motivación intrínseca). Puesto que el amor engendra, como explica Platón en El banquete, el profesor que domina y ama la materia, tiene la capacidad de engendrarla en otro. Su amor a la materia que domina, producirá algún tipo de entusiasmo en los alumnos, pero también hará que el profesor ponga todos los medios a su alcance para que los alumnos la deseen aprender. Y no se quedará en el deseo: como el objeto de la enseñanza es esa materia que se ama, el profesor no la perderá de vista y la enseñará.
Y, entonces, surgirá o no esa relación interpersonal entre profesor y alumno: no es posible que empiece si no se comparte algo (ese “compartir” es la base de toda relación humana). Y puede no surgir porque también dependerá de la disposición del alumno. La confianza que pueda desprender el profesor a partir del respeto que tenga por su materia, hará el resto. Y, porque el verdadero respeto por el alumno empieza cuando el profesor le considera como persona capacitada para aprender.
Y, finalmente, como vengo insistiendo desde el principio en este blog, y puesto que educar es algo mucho más amplio que instruir, el profesor debe tener claro que es un ejemplo para las personas que tiene frente a él. No hace falta que busque ser un ejemplo, sólo que procure ser coherente: si quieres que tu alumno sea puntual, ordenado, atento, esforzado,…, no te molestes ni pierdas tiempo en motivarlo, intenta vivirlo tú primero. Porque si lo vives, estás en disposición de transmitirlo: la coherencia por sí sola mueve y motiva. O, como escribió Daniel Pennac de una forma muy sencilla: “La primera cualidad de un profesor es el sueño. El buen profesor es el que se acuesta temprano”. Es decir, no se puede enseñar a ser persona ni transmitirlo si antes no intentas ser persona. Y la única forma de enseñarlo, es procurar serlo en todos los sentidos.
¿Los afectos? Creo que el profesor que tiene esas cualidades, es capaz de ponerse en la piel de cualquier alumno, de comprenderle y de quererle, sin la necesidad de poner el corazón en la mano en un efluvio sentimentaloide de emociones, abrazos y halagos empalagosos. Porque, cuando esas cualidades se manifiestan, es probable que sean los alumnos quienes se acerquen al profesor.
Y ya está. Sinceramente, creo que estas son las verdaderas cualidades del profesor. Ahora, podemos añadir otras cualidades secundarias o terciarias a nuestro gusto, como todas las del primer párrafo.

jueves, 7 de enero de 2016

¿Quién ayuda a los padres a educar?




Preguntaba un seguidor del blog en la primera entrada: ¿quién puede ayudar a los padres a educar a sus hijos? Me ha dado mucho que pensar. Y he releído algunos artículos de G.K. Chesterton, recogidos en un gran libro titulado Lo que está mal en el mundo (todas las citas de esta entrada pertenecen a ese libro). La frase más llamativa con la que me he encontrado es esta: “Las únicas personas que parecen no tener nada que ver con la educación de los niños son los padres”. Y resulta de gran actualidad. Por ese motivo, me he tomado la libertad de proponer cuatro ideas.
Escribe el autor inglés: “Este grito de ‘sálvese a los niños’ contiene en sí la odiosa implicación de que es imposible salvar a los padres”. La primera idea es que nadie tiene el derecho de sustituir a los padres, por muy mal que nos pueda parecer que lo hacen, ni siquiera bajo el pretexto de que “cualquiera lo haría mejor”, aunque sea verdad. Y tenemos también la obligación de restituirlos en su responsabilidad. “La educación es dar algo, aunque sea veneno”. Podemos alertar y ayudar a los padres, pero no sustituirlos, por mucho veneno que les den a sus hijos. Básicamente, porque son ellos quienes tienen la potestad, y eso no se nos puede olvidar. Como tampoco se nos puede olvidar que cualquiera que se dedique a la educación será un veneno para los niños si pretende no contar con sus padres. Y creo que cualquier padre que delegue la educación de sus hijos, está errando.
Es vano salvar a los niños porque no pueden permanecer siendo niños. Por hipótesis estamos enseñándoles a ser hombres, y ¿cómo puede ser tan simple enseñar una manera de ser hombres a otros si resulta tan vano y desesperado encontrarla para nosotros?”. Como intenté explicar en la segunda entrada, a menos que procuremos buscar la perfección de nuestra naturaleza (que no significa ser perfectos), no educaremos. O, más bien, educaremos mal: “No hay gente  no educada. Todo el mundo lo está; sólo que mucha gente está mal educada”. Muchos padres buscan “recetas” o “trucos” para educar. Por tanto, la segunda idea sería la de recordar a los padres que la mejor receta es la coherencia. Porque sólo quien procura crecer como persona es capaz de descubrir sus carencias y no echárselas en cara a sus hijos, o intentar subsanarlas en ellos. El planteamiento cambia: “A menos que se salve a los padres no se puede salvar a los hijos”. No se puede enseñar la generosidad a un niño si los padres no procuran ser generosos. Quedarse en el discurso no es educar. Nadie podrá transmitir a los niños aquello que les salvará si los padres no lo saben primero y procuran vivirlo. O, para seguir con Chesterton: “La falacia de moda es que por medio de la educación podemos dar a la gente algo que no tenemos”.
Hoy en día, cualquier tipo de autoridad está mal vista. Pero la autoridad no es opresión ni autoritarismo. “La única cuestión importante es que no se puede evitar de ningún modo la autoridad en la educación”. Se ejerce porque se posee. Aunque sólo funciona cuando, quien la ejerce, es coherente (retomamos la segunda idea). Por tanto, en tercer lugar, creo que los padres deben dejar de temer poner límites a sus hijos. Es decir, deben imponerlos, deben exigir. ¿Cuántos límites?, que ellos decidan. Pero, en todo caso, que sean coherentes. Por ejemplo, un chaval me explicó una vez que, los sábados por la tarde, su padre solía quedar en casa con varios amigos para jugar a la Play Station y beber cerveza. Tiene que ser un plan fantástico, no lo dudo. Pero no transcribiré la visión que tenía el niño de su padre porque, cuando me lo explicó, estaba castigado sin poder jugar a la Play. De hecho, como norma ya tenía prohibido jugar a la consola entre semana, pero los sábados por la tarde, no podía tocarla. Existía un límite: Play Station sólo el fin de semana. No valoro si el castigo de aquel fin de semana era correcto. Tan sólo que la autoridad se ejerce unida a la coherencia, y ver a tu padre jugando a la Play cuando estás castigado sin ella y tienes 14 años, parece (aunque no lo sea) recochineo.
Finalmente (ahora abandono a Chesterton), está la cuarta idea: el amor, que envuelve todo lo dicho anteriormente. Por ejemplo, si la exigencia no va unida al cariño, por muy coherente que sea, se convertirá en una ética kantiana del deber, y algo así ahuyenta a cualquiera. Hoy en día sólo nos quedamos con esta palabra (amor) y pretendemos que sustituya tanto a la coherencia como a la autoridad. E incluso, muchas veces, contraponemos el amor a esas dos palabras. Entonces nos quedamos en un amor que es mera efusión de sentimientos, y lleva a sustituir el trato humano y la atención (es lo que exigen los hijos) por el regalo fácil. O, como me decía una madre de siete hijos: “Hay que estar en casa. Pero lo más importante no es cuánto tiempo estás en casa, sino que cuando estés, sencillamente estés disponible”. Un efecto del amor es el cariño. Y, para los hijos, eso nunca puede faltar. Es lo que nos lleva a pedir perdón por nuestras incoherencias, o por los excesos y defectos de autoridad. Es lo que restituye una y otra vez la confianza que se pueda haber perdido. Es lo que hace que los hijos también aprendan a pedir perdón. Es también lo que lleva a confiar en los hijos dándoles libertad, y ser capaces de “recogerlos” cuando se equivocan, enseñándoles a responsabilizarse de sus actos.
Por tanto, ¿quién puede ayudar a los padres? Existen muchos libros y cursos para enseñar a ser “buenos padres”. Sin embargo, creo que cualquiera que tenga claros estos principios, puede ayudar a los padres. Resumiendo: implicación, coherencia, exigencia y cariño.