Hace unos años, tuve a un
compañero, maestro de primaria, que no paraba de explicar a todo el mundo las
maravillas de sus proyectos super innovadores. A uno de ellos lo llamaba “la
cesta de la compra”, y tenía que ver con la planificación de la compra y el
cálculo matemático. Le escuché hablar mil veces de las bondades de ese proyecto
y podría reproducir en qué consistía. Pero no viene al caso ni me parece de
recibo. No sé si el método le iba bien o no: nunca me meto en el trabajo de los
demás.
Pero durante un curso, ese
maestro intentó poner en práctica sus proyectos en un aula de secundaria,
aprovechando los famosos “créditos variables”. Estaba convencido del éxito de
su proyecto. No profundizaré en su “puesta en escena”, pero lo cierto es que la
experiencia no le fue muy bien. El profesor en cuestión no lo negaba, aunque achacaba
aquellos fracasos a que los profesores de secundaria habíamos matado la
creatividad de los niños. Parece ser que habíamos acostumbrado a los alumnos a
la disciplina y por eso no eran capaces de “estar activos en el aula” cuando se
rompía la monotonía. La conclusión menos polémica que saqué al respecto es la
siguiente: parece que lo que entretiene a los niños en primaria no parece
motivar del mismo modo a los “niños-más-creciditos” de secundaria.
Pero basta de ironías: explico
esa anécdota porque hace unos días me acordé de ese maestro y de su “cesta de
la compra”. No suelo hacer la compra entre semana, pero hace poco fui a hacer
la compra un viernes por la mañana. ¿Qué encontré en el supermercado? Un montón
de niños que “hacían la compra”. Era una actividad escolar, “perfectamente
integrada en el curriculum”, como me explicó una de las maestras que estaban
allí, aclarándome que “no se trata de una salida cultural”. Debían ser
criaturas de cuarto o quinto de primaria, no más. Iban por grupos, cada grupo
con su carrito, su lista de la compra, y su calculadora. Las profesoras se
encontraban en un punto concreto desde el que resolvían las dudas a sus
alumnos. No sé cuánto tiempo estuvieron realizando la actividad, pero ya
estaban cuando llegué, y allí seguían cuando me fui. Había poca gente en el
supermercado, aunque los críos se portaron muy bien, e incluso pedían perdón
cada vez que atropellaban a alguien.
No opinaré sobre pedagogía ni
sobre esa actividad en concreto. Seguro que posee sus ventajas pedagógicas. Como
mínimo, la actividad cumplía con lo que demandan los cánones posmodernos: los
niños parecían felices, contentos y motivados con la actividad.
Pero vayamos de una vez al “quid”
de la cuestión. Porque se oye a menudo que “la escuela debe educar para la
vida”. No sólo eso, sino ahora se insiste en que debe ser “la vida misma”. Nunca he entendido por
qué motivo se repiten estas frases hasta la saciedad. Pues creo que la escuela,
de un modo u otro siempre ha educado “para la vida”. Y, que yo sepa, en mi caso
formó parte de “la vida misma” al menos durante la escolarización…
Se me ocurren dos motivos por los
que se dicen estas cosas. El primer motivo es un prejuicio que procede de esa
idea que sir Ken Robinson ha logrado implantar en el imaginario colectivo: que
la escuela no responde al modelo social actual. Así que hay que cambiar el
paradigma para adecuarse a la vida tal y como la entendemos ahora. Y como el
modelo a seguir es, por ejemplo, la empresa de espacios abiertos Google o el
espíritu emprendedor, pues ahora hay que poner sofás en las aulas o hacer
proyectos según los intereses del niño, que así se convertirá en un súper
emprendedor. Entienden eso como adecuarse a la vida… No tengo ganas ni siquiera
de intentar esbozar una crítica a este motivo.
El segundo motivo me parece más
interesante y realista: muchos de quienes afirman estas cosas pretenden
incorporar a las actividades escolares aprendizajes o situaciones que siempre
han pertenecido a otros ámbitos. Dado el mundo en el que vivimos, resulta
complicado que los niños tengan experiencias “auténticas”, pues todo viene
“empaquetado” y muchos padres no tienen tiempo para realizar ciertas
actividades “para la vida” con sus hijos. Ya se han ido los 80’s, esa época en
la que salíamos de casa para picar a los amigos, y nadie se preocupaba por
regalarnos un móvil para que llamáramos cada media hora informando de que
estábamos vivos… En pocas palabras: que recuerdo haber acompañado cientos de
veces a mis padres al mercado. Y debe ser por eso que jamás he echado en falta
“hacer la compra” en horas lectivas.
Este segundo motivo tiene cierto fundamento.
De hecho, me parece bien estar abierto a “incorporar experiencias”, siempre y
cuando se subordinen a lo académico. Muchas veces no se quedan en simples
experiencias, sino que también pueden ayudar a ampliar horizontes o a despertar
inquietudes. Pero también tengo claro que incorporar esas experiencias no
implica que “el curriculum las asuma”. Ni tampoco que deban “evaluarse”. Ni
siquiera se me ocurriría considerar que “esa actividad” en el supermercado sea
en realidad una “clase moderna de matemáticas”. Porque no lo es. Si acaso,
acepto llamarla “práctica aplicada de la suma”, pero no “clase de mates”…
Que la escuela asuma actividades
que los niños siempre han hecho en otros ámbitos no equivale a que la escuela
deba “educar para la vida”. Básicamente porque los primeros educadores de cada niño no son
las escuelas, ni el Estado, ni ninguna otra institución. Por magníficas que
sean las intenciones de todos. A quienes les corresponde “educar para la vida”
en el sentido que predica la pedagogía moderna es a los padres. Y sé que muchos
no alcanzan a realizar esa tarea: la vida es muy compleja. En todo caso: abogo
por la conciliación. Si no es posible, comprendo que las escuelas intenten
compensar esa carencia e incluso aplaudo ciertas iniciativas. Pero sin olvidar
que, en ese caso, esa no es la principal misión de la escuela. Y también que
actúa como “sustitutivo”.
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