Leibniz afirmaba que “la felicidad es a las personas lo que la
perfección es a las cosas”. Ya en nuestro siglo, Ricardo Yepes explica que
“la felicidad consiste en la posesión de
un conjunto de bienes que significan para el hombre perfección y plenitud”.
Sin duda, una vida feliz debe ser una vida plena. Sin embargo, tenemos un
problema, pues no hay manera de encontrar una definición concreta de felicidad.
Así que recurro a Aristóteles, que en su Ética a Nicómaco ya se preguntaba sobre
la felicidad: “Casi todos dicen de la
felicidad que es el máximo bien que se puede lograr, pero nadie sabe
exactamente en qué consiste ese máximo bien”.
Y es que el problema de
considerar la felicidad como finalidad de la educación, conlleva una gran dificultad:
¿en qué consiste esa perfección o plenitud del ser humano? Si preguntáramos a
los gurús de las nuevas pedagogías en qué consiste la felicidad que predican
para los niños en los colegios, responderían cosas como: en “aprender
disfrutando”, en “hacer sólo las cosas que nos emocionan”, en “hacer lo que nos
gusta”, “que se lleven bien con todos sus profesores y compañeros” o en “remarcar
a nuestros alumnos que les queremos mucho”. Y no nos detenemos a pensar que esa
consideración de la felicidad equivale tan sólo a “divertirse” o “estar a
gusto”, una especie de “paz buenrollista y bienintencionada”, pero poco más. Porque
creo que es muy distinto “divertirse” o “estar a gusto” que “ser feliz”.
Aristóteles continúa con su
disertación: “Dado que la felicidad es lo
mejor para el hombre, primero deberíamos preguntarnos qué significa ser hombre”.
Porque nadie puede pretender enseñar a ser feliz sin tener una visión definida
de qué es el ser humano. Si aceptáramos la visión genérica de las nuevas
pedagogías, tendríamos que considerar al ser humano (al niño al que enseñamos)
como a un pobre animalito al que debemos mostrar cariño, no provocarle ningún
displacer, procurar que lo pase bien todo el tiempo posible y evitar cualquier
problema, por pequeño que sea, que pudiera traumatizarle. No me convence.
Prosigue Aristóteles con su
búsqueda de qué es la felicidad: “Como lo
propio y principal del hombre es la razón, la vida conforme a la razón será la
más feliz”. Si se quedara en esa sentencia, tendríamos un problema, pues el
ser humano es algo más que su racionalidad. Pero no lo hace, tan sólo es un
punto de partida, pues a partir de ahí nos habla del sentido que todo ser
humano debe buscar en su vida (“escoger
un blanco y apuntar hacia él”) y
del ejercicio de la virtud, “determinado
por la prudencia”. Aunque no la desarrolla, Aristóteles tampoco se olvida
de la afectividad, pues más adelante habla también de las relaciones humanas,
afirmando por ejemplo que la amistad es necesaria para la felicidad. La
conclusión tras la relectura de Aristóteles: eso de la felicidad es algo más
complejo que el simple reduccionismo hedonista que nos venden tantos gurús de
la educación.
Creo que todo profesor desea la
felicidad de sus alumnos, y también que estén contentos en el colegio. Pero creo que la principal misión de un
docente no puede ser que sus alumnos sean felices. Como afirma Alberto Royo (Contra
la nueva educación), “puesto que
el concepto de felicidad es interpretable y su consecución tan compleja, me
inclino por invertir mis esfuerzos en la búsqueda de la virtud”. Virtud
siempre en vistas a un fin, con un sentido. O poner el esfuerzo en enseñar conocimientos,
como también defiende el autor. Antes que la visión de “hombre light” y el
fláccido concepto de felicidad de las nuevas pedagogías, me parece más realista
y adecuada esta visión, pues creo que la virtud o el conocimiento son medios
que nos pueden ayudar a lograr esa “plenitud y perfección del ser humano” a la
que todos aspiramos. Es decir, pueden ayudar a nuestros alumnos a que
encuentren la felicidad.
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