Sí, es cierto: nuestros alumnos
son del siglo XXI y los profesores somos del siglo XX. Pero dentro de cincuenta años, alumnos y
profesores pertenecerán por igual al siglo XXI. Es una mera cuestión temporal.
¿Alguien es capaz de negar que la mentalidad de los alumnos será diferente a la
de los profesores cuando alcancemos la mitad de siglo? Pero entonces, ya no
tendremos esa excusa del cambio de siglo para justificar la creación de “nuevos
paradigmas”, así que habrá que buscar otra. Porque, aproximadamente dentro de
cien años, vendrá alguien y dirá: “Somos profesores del siglo XXI y nuestros
alumnos pertenecen al siglo XXII, ¡hay que adaptarse a los tiempos!”. Y,
posiblemente, volverán a construir los tabiques que tiramos durante este siglo,
sólo para volver a tirarlos cien años después. Y así sucesivamente. Gracias a
Dios, mientras algunos se dedican a innovar y superan sistemas obsoletos
mientras dicen defender la educación, muchos otros siguen en la trinchera,
enseñando y educando. Y muchas veces innovando de verdad, pero sin fardar de
sus innovaciones, porque sus innovaciones están realmente al servicio de sus
alumnos.
Ya expliqué hace un tiempo lo que
denominé el problema
del cambio en la educación. Pero me temo que la educación se ha apropiado
de la idea del “progreso continuo e irreversible”. Sin embargo, esa idea tampoco
es nueva, procede de la Ilustración. De ese modo, muchos pensadores del siglo
XIX adoptaron una visión del mundo en la que sólo avanzamos por “superación”.
La dialéctica de Hegel o los “estadios” de Comte son un buen ejemplo de ello. Y
es que, por más que nos empeñemos, no hay nada nuevo bajo el sol.
Puesto que la posmodernidad es
hija de la modernidad, seguimos anclados en ese supuesto. Y no nos damos cuenta
de que, en muchas ocasiones, el progreso nos ciega. Y no nos detenemos a
comprobar en qué ámbitos retrocedemos mientras nos afanamos por avanzar en otros.
Sin embargo, como parece ser que hemos convertido en dogma eso de que “lo nuevo
siempre es mejor”, que todo lo que pertenece a otras épocas debe ser superado,
no nos damos cuenta de lo que rompemos o perdemos por el camino mientras
intentamos alcanzar ese futuro incierto. Y quizá ese pretendido progreso sea en realidad un retroceso. Porque demasiadas veces, en vez de
cimentar las bases de lo que queremos construir, nos empeñamos en construir
rápidamente estatuas con pies de barro para que brillen con luces de neón. Pues,
en nombre del progreso, ¡no podemos perder el tren de la innovación! Sin
embargo, por muy bonitas que parezcan las estatuas, no creo que soporten el
peso. Posiblemente caerán, y puede que aplasten a futuras generaciones. Y
entonces, el problema será mayor que antes de construir esas estatuas.
Hace unas semanas pinté mi
habitación. Antes de pintar, hice una limpieza a fondo, desmonté muebles, y
vacié armarios. Hice un inventario de trastos, llené un par de bolsas de
basura, y me vi obligado a tirar incluso libros. Luego, tapé agujeros y
abolladuras con masilla, limpié manchas que podían dificultar un buen acabado,
y puse cinta de pintor en todos los bordes: puertas, ventanas, enchufes,…
Entonces, tras todo ese trabajo, pintar fue un momento. Y, aunque no quedó
perfecto, tras pintar llegó la reconstrucción. ¿A qué viene este ejemplo? Es muy
sencillo: creo que ciertas pedagogías actuales pretenden pintar las paredes sin
hacer todo el trabajo previo. En nombre del progreso y de la innovación, hay
que superar rápidamente, cuanto antes, un cierto sistema educativo. Y no
tapamos agujeros, ni hacemos inventarios, ni nos molestamos en poner la cinta
de pintor,… Porque parece ser que es absolutamente necesario adecuarse sin
demora a los cambios de la sociedad actual. Y, cuando hayamos cambiado, ¿no
habrá cambiado también la sociedad y tendremos que volver a adecuarnos a esos
cambios? Porque hay algo que me sigue preocupando: nadie define con claridad en
qué consiste exactamente ese obsoleto sistema educativo del siglo XIX del que
tanto se habla, pues muchas de las críticas de tantos gurús no se corresponden
con la realidad. Yo creo que la mal denominada “escuela tradicional” es un
enemigo imaginario, una nueva “guerra de los mundos” al estilo Orson Welles. O,
como mucho, sospecho que se trata de una campaña de márketing muy bien
orquestada con el único fin de vender un producto por medio de sus altavoces: ciertos
profetas-visionarios-gurús cuyo único mérito es hablar bien.
Escribe Gregorio Luri en su obra L’Escola
contra el món (ed. La Campana): “La
escuela ha de situarse en cierta forma contra el mundo (…). Ha de ser capaz de
proporcionar al alumno modelos de conducta en cierta forma intemporales”
(p. 22). Y no puedo estar más de acuerdo. Porque antes de innovar o de
reformar, creo que es imprescindible asentar las bases y pensar detenidamente
cuáles son aquellas cosas a las que no debemos renunciar con el cambio. No sea
que con tanta reforma acabemos derribando las paredes maestras, nos olvidemos
de poner los cimientos, y el edificio se nos acabe cayendo encima. En
definitiva: creo que los verdaderos cambios en la educación sólo serán válidos
si no perdemos de vista las preguntas esenciales. Porque cuando hablamos de
educación, no creo que “adecuarse a un mundo cambiante” sea la mejor idea. Pues
cuando hablamos de educación, hay cuestiones esenciales, que no cambian, son
intemporales, y demasiadas veces las olvidamos: qué es la persona, cuál es la finalidad de la enseñanza, qué es educar,...
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