He leído de diversos expertos educativos lo siguiente: hoy en día, puesto que nuestros alumnos adolescentes son incapaces de mantener la atención prolongada durante más de diez minutos, no es conveniente dar explicaciones que excedan ese tiempo. Parece lógico. Imagino que nuestros escolares irán perdiendo cada vez más esa capacidad de atención con el paso del tiempo. No sólo por el “efecto pantalla”, sino porque cada vez ejercitarán menos la capacidad de atención. Puedo suponer que, al ritmo frenético con el que se mueve el mundo actual, en menos de una década tendremos que limitar nuestro discurso a menos de un minuto. Lástima, será el fin de las charlas TED…
Cuando escucho cosas como estas, lo que me planteo es cómo podemos ayudar a nuestros escolares a potenciar esa capacidad de atención que tienen tan mermada. Si el problema consiste en que tienen limitada esa capacidad tan humana, quizá debamos ayudarles a recuperarla, o a potenciarla, no a menoscabarla cada vez más. En el ámbito deportivo, por ejemplo, para mejorar las diferentes capacidades, nadie discute que debemos forzar el cuerpo para alcanzar la mejora. Pero en el ámbito de las capacidades intelectuales, que es donde se mueve la escuela, en vez de apelar al esfuerzo para alcanzar metas más altas, renunciamos a esas metas como si hubiera que proteger a los niños de aspirar a desarrollar sus capacidades.
Hace poco, otro experto afirmaba que a nuestros escolares no les interesa lo que se enseña en el colegio. Creo que es verdad. La respuesta actual consiste en centrarse en lo que les interesa a ellos. Renunciemos a transmitirles la sabiduría de la que ha hecho acopio la humanidad porque hay que limitarse a su visión contemporánea del mundo. En vez de ampliar horizontes, limitemos su campo visual. Dicen muchos “expertos” en educación que así se interesarán por el conocimiento… No tengo intención de rebatir esa afirmación. Ya he aprendido a no dialogar con el absurdo.
Así que he optado por ilustrar esta disertación con un ejemplo. En la asignatura de literatura universal de 3º de ESO, se me ocurrió empezar el curso llevando el CANTO I de la Ilíada. Repartí las copias, y dejé que los alumnos se enfrentaran al texto. Cada uno a solas con el Aeda milenario que daba vida al texto mientras les susurraba al oído: “¡Canta, oh diosa, la cólera del pélida Aquiles!”. A los dos minutos, ni uno solo de los alumnos estaba leyendo el texto. Se habían rendido. No entendían nada. Tenía diversas opciones: tirar a la basura la Ilíada, y optar por una lectura más cercana a ellos (no sé…, ¿nos vale con Percy Jackson como sustitutivo, o ya ha pasado de moda?), “descafeinar” el relato buscando una “lectura adaptada” de esas que se estilan hoy en día, explicarles yo mismo el cabreo de Aquiles y renunciar a que lean la obra, o bien enfrentarles al relato épico que ha cautivado de tal modo a la humanidad, que hoy en día sigue inspirando nuevas versiones. Elegí la más difícil. Ya contaba con que mis alumnos no entendieran nada en su primera lectura.
Los siento nuevamente por el temario y el curriculum y por las miles de “dimensiones y competencias” que no podré evaluar (creo que todos los docentes me entendéis…). Porque les dije que se olvidaran del texto y de mi crueldad al haber intentado hacérselo leer. Y dediqué las cuatro clases siguientes a tratar sobre diferentes aspectos de la cultura griega: del panteón de los dioses y las diversas relaciones entre ellos, de los mitos sobre el origen, de la visión que el hombre griego tenía del mundo y de la vida, del héroe trágico, del destino, del misterioso mundo micénico,… Hasta que llegamos a todo lo que envuelve al relato épico, al que nos habíamos ido acercando sin que ellos lo percibieran: la manzana de la discordia, el juicio de Paris, las dudas de Aquiles,… Presentamos a los héroes griegos que tomaron parte en la batalla, tratamos sobre cómo se había iniciado y desarrollado la guerra, mostrando esos vestigios arqueológicos que nos sugieren que Troya existió y fue sepultada por las llamas,…, hasta situarnos en el décimo año de la guerra, momento en que se inicia la cólera de Aquiles… Y finalmente, al quinto día llegó la traición: les volví a entregar el CANTO I de la Ilíada. TODOS entendieron lo que estaban leyendo. La lectura individual se prolongó hasta que no quedó más texto. Y algunos, que no todos (porque le pese a quien le pese, la cultura es aristócrata), levantaron la cabeza del papel esperando que les entregara el resto de la historia… Y pude decirles que, si la primera vez les había parecido un rollo ininteligible e inaguantable, se debía a la escasez de conocimiento, no a que la Ilíada fuese un rollo insufrible. Sólo uno de los treinta leyó el libro por su cuenta. Ya ha valido la pena el esfuerzo. Un alumno llegó a decir que “eso de los dioses griegos tiene más morbo que el Sálvame”. No hay nada nuevo bajo el sol… Pudo salir mal. Llevo muchos años en esto como para saber que, a veces, no somos capaces de crear la atmósfera adecuada para generar interés por el conocimiento. Pero puedo decir que siempre hay vestigios de victoria cuando el profesor se centra en el conocimiento. En este caso salió bien.
Las clases se desarrollaron de diversos modos (o con diferentes estrategias, como dirían los pedagogos actuales), pero hubo buena parte de “clase magistral” en muchos puntos. Creo que a los alumnos les agrada más la explicación del profesor que da vida a la materia, que buscar datos en Google, pues allí son ellos quienes tienen que dar vida a una materia que consideran fiambre…
“¡Qué pedagogos éramos cuando no estábamos preocupados por la pedagogía!”, escribió Daniel Pennac como quinto capítulo de su maravillosa Como una novela. Porque creo que cuando no perdemos el tiempo en pensar cómo enseñar para que los alumnos aprendan, es cuando nos podemos centrar en enseñar lo que merece la pena ser aprendido. Y mediante la maestría de los años, hallamos la manera de llegar a ellos. Profesor y alumno. Entre ellos, la materia. ¿Qué más necesita la educación?