En ocasiones, ponemos frases
bonitas en las redes sociales pero no pensamos demasiado en su significado. Da
igual si no la hemos madurado o si desconocemos el contexto. O si simplemente
la hemos copiado/pegado del twiter de algún iluminado. Si aporta algo o no
tampoco parece importar demasiado. Se pone y uno se siente orgulloso de un
pensamiento efímero que ni siquiera le pertenece. A veces, incluso nos sentimos
inteligentes por ello. Y, lo más preocupante: mientras quede bien, sea políticamente
correcto y no ofenda a nadie, dará lo mismo si es verdad o una falsedad.
En el mundo de la educación es
una costumbre. Hace un tiempo, encontré esta sentencia que un profesor
compartió en la red social: “No es mejor profesor el que más conocimientos
tiene, sino el que más consigue enseñar”. Es la típica frase de gurú: suena bien,
recibe aplausos, pero no aporta nada. Aunque lo más peligroso es que crea
confusión. Acerquémonos a la cuestión: creo que el profesor que más enseña es
el que mejor comunica. Pero sólo se puede comunicar lo que uno posee, es decir,
lo que se conoce bien y se ha interiorizado. Por tanto, para ser “el que más
consigue enseñar” no basta con ser buen comunicador, sino que también hay que
saber mucho. A lo mejor la frase en cuestión quería expresar un deseo. Quizá
su objetivo era justificar la ignorancia
o mediocridad del autor. No lo sé. Pero lleva a la falsa afirmación, tan
habitual hoy en día, de que para enseñar no es necesario conocer, una
contradicción en toda regla que está de moda en el mundo de la educación.
Esa frase es un buen ejemplo de
lo que se denomina falacia. Una falacia es un error en el razonamiento. En
concreto, esa afirmación surge de un “falso dilema”: ¿qué es más importante,
enseñar conocimientos o utilizar metodologías efectivas de enseñanza? Pocos se
darán cuenta de que no son cuestiones excluyentes ni tampoco motivo de debate,
aunque algunos hayan creado un debate con ello. Porque hoy nos venden que lo único
importante es el método, que ya no es necesario el conocimiento. Y todo porque,
por ejemplo, tipos como un tal Richard Gerver se ganan la vida afirmando en
conferencias que “lo importante no es lo
que enseñas, sino cómo lo enseñas”. Aunque tenemos suerte de que personas
como Gregorio Luri son capaces de poner
las cosas en su sitio: “Si en la escuela
la preocupación por cómo se debe enseñar se desvincula de la preocupación por
lo que se enseña, el educador puede acabar convertido en un showman más
dedicado a llenar el tiempo de la clase con actividades lúdicas adaptadas al
interés singular de cada alumno que a educar su carácter”.
El discurso de la educación está
plagado de falacias, redundancias y contradicciones, en gran parte gracias a
esos personajes que identificamos como gurús. Por ejemplo, cuando alguien
afirma entre aplausos el clásico: “Nuestros alumnos son del siglo XXI pero los
profesores somos del siglo XX”. Es otra frase recurrente que he visto a menudo
compartida en las redes sociales por profesores entusiastas. Dejando de lado
que la frase sólo proclama una evidencia temporal, lo que en realidad pretende
expresar es que, si los métodos que utiliza un profesor son “tradicionales”, ya
no tienen validez porque los niños son “más modernos”. Pues lo que suele seguir
a esa frase es el famoso: “¡Hay que cambiar el paradigma!” Pero eso es tan
absurdo como afirmar que el método socrático está obsoleto porque tiene más de
dos mil años de historia. Con tantos años a la espalda, debe ser un método
“mega-súper-tradicional” y, por tanto, inviable para que los niños del siglo
XXI aprendan algo. ¿Cómo puede alguien defender el método socrático si nuestros
alumnos son del siglo XXI y Sócrates perteneció al siglo IV a.C.? Lo de
proponer que nos adaptemos a los niños del siglo XXI enseñando por proyectos,
por ejemplo, ya parece recochineo: resulta que ese modernísimo método tiene más
cien años de historia. En este caso, se trata de la falacia “non sequitur”,
pues no existe relación lógica entre la eficacia de un método pedagógico y el
siglo en que se propuso tal método.
Ya he comentado en varias
entradas algunas falacias recurrentes en el mundo educativo (por ejemplo, AQUÍ).
Y es que hay que tener cuidado con lo que decimos o compartimos, pues es fácil
crear confusión entre padres, maestros y alumnos. Creo que la responsabilidad
de tanta confusión en el mundo educativo no es una exclusividad de los gurús. Ellos
sólo son “hijos predilectos de su tiempo”. Ni tampoco podemos señalar sólo a
presentadores de televisión, opinadores profesionales, o personajes públicos
que se lanzan a opinar superficialmente sobre temas que desconocen. Creo que la
confusión crece gracias al silencio de tantas personas que ven esas
incongruencias pero no las denuncian, quienes tienen miedo a gritar que el
emperador que va desnudo. Cada uno conocerá sus motivos. Además, la confusión también
es un mal endémico de nuestra cultura, la cultura del pensamiento débil, donde no
es necesario demostrar lo que se afirma. Este suele ser el razonamiento: “Es ‘mi opinión’ y todos tienen que
respetarla. ¿Cómo se atreve alguien a contradecirme? Esa será tu verdad, y es
tan opinable como la mía. ¿Dices que es falso lo que digo? ¡Estás atacando a mi
integridad personal! Claro, los que intentan demostrar que me equivoco, son esos
retrógrados, reaccionarios, tradicionalistas, franquistas, ultraconservadores…
[Da igual lo que seas o defiendas: si atentas contra el discurso establecido puedes
ser tildado de todo eso]. Y, si no lo son,
pues los ignoro, les trato como si no existieran y espero a que calen mis
falsas acusaciones en la opinión pública. Y yo, a lo mío, con mi cara de
inocencia porque tengo buenas intenciones, con mi discurso basado en frases que
enganchen y en neuromitos socialmente aceptados, con mi producto novedoso y milagroso
de encefalograma plano, porque yo soy moderno, porque yo sé adaptarme al
cambio, porque yo lo valgo…”. Qué le vamos a hacer. El verdadero problema
es cuando las personas con esa mentalidad tienen cargos de responsabilidad.
Por desgracia, demasiada gente
espera soluciones fáciles y mentiras reconfortantes, por eso venden tanto los
discursos de homeopatía educativa. La búsqueda de la verdad o la evidencia que
aporta el método científico respecto a las metodologías, sólo son una molestia,
expresiones que han quedado en desuso. Porque estamos en el siglo XXI, y ahora
cada uno construye su propia verdad. Y es necesario respetar la verdad opinable
de cada uno en nombre de la tolerancia, aunque su verdad sea una mentira.
Me encanta el título del nuevo
libro de Alberto Royo, La sociedad gaseosa. Tengo ganas de
leerlo. Quizá el autor tenga razón y hemos superado la fase del pensamiento
líquido para llegar a un estado gaseoso del intelecto. Llegado a ese estado,
sólo nos quedará aceptar que “la nada es
el fundamento de todo”, como predicaba Nishitani, y puede que alcancemos de
ese modo un estado final de vacuidad mental e intelecto vegetativo. Y es que el
hombre posmoderno adora tanto el progreso que no puede dejar de superarse a sí
mismo.
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