Actualmente, uno de los
principales mandamientos en el mundo de la educación es que los niños tienen
que ser felices en el colegio. Ya hablé en esta
entrada sobre la dificultad que tenemos para definir qué es la felicidad, y
también sobre el tipo de felicidad que tanto se predica para los niños en las
escuelas. Ahora toca discernir si es realmente cierto que los profesores tenemos
la obligación de que los niños sean felices.
En el Título I de la Constitución española, relativo a los “Derechos y deberes fundamentales”, no se
dice que los ciudadanos tengamos derecho a la felicidad. En el artículo 27 se
habla específicamente del derecho a la educación, pero no aparece la palabra
“felicidad”. Podemos consultar también la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, y tampoco encontraremos la palabra “felicidad”. De hecho, el único
documento que conozco sobre derechos o libertades en el que se habla de la
“felicidad”, es la Declaración de independencia de los EEUU. Se dice en el
preámbulo que el ser humano tiene derecho a “buscar la felicidad”. En todo
caso, “buscar la felicidad” no equivale a “ser feliz” o a que “me hagan feliz”,
sólo a buscar la felicidad. Porque, por mucho que nos empeñemos, no existe el
derecho a la felicidad, como explicaba C.S. Lewis: “El concepto ‘derecho a la felicidad’ me parece tan extraño como el
derecho a tener buena suerte”.
A todos nos gustaría que los
niños fueran felices en el colegio. Sin embargo, “la expresión ‘derechos del hombre’ no quiere decir: lo que a los
hombres les gustaría tener” (F.J. Sheed, Sociedad y sensatez). Si
entendemos que un derecho es una libertad que el Estado, una autoridad competente
o la sociedad deben garantizar, creo que todos estaremos de acuerdo en que
nadie puede garantizar nuestra felicidad. Por tanto, tampoco los profesores
podemos garantizar la felicidad de los niños en el colegio. En ese caso, ¿por
qué se nos exige a los profesores que nuestros alumnos sean felices? ¿Por qué
tantos afirman que la principal misión de los profesores es que los niños sean
felices?
Quizá la respuesta a estas
preguntas la encontremos en esta cita: “Si
deseas ser aplaudido en una convención educativa, utiliza tópicos sentimentales
sobre los sagrados derechos del niño, resaltando especialmente su derecho a
conquistar la felicidad por medio de la libertad”. Puede parecer una
crítica a cualquier gurú actual de la educación. Pero esto lo escribió en 1934
William Chandler Bagley (extraído del blog de Gregorio Luri, El
café de Ocata). Y se ha repetido tanto que los profesores tenemos la
obligación de hacer felices a los niños, que al final nos lo hemos creído
todos.
Como profesor, pondré todos los
medios a mi alcance para que los alumnos estén a gusto en la clase o en el
colegio. Pero ni yo ni nadie podemos garantizar que estén a gusto o que no haya
problemas. Aunque personalmente pondré todo mi empeño en atender y querer a
cada uno mis alumnos, tampoco puedo garantizar que podré atenderlos a todos en
toda su dimensión y con todos sus problemas, ni tampoco que cada uno de mis
alumnos se sentirá querido. Creo que dedicar continuamente “halagos”,
“cumplidos”, “frases positivas” o saludos personalizados a los alumnos, no es
quererles. Podría hacerlo, sin embargo eso tampoco aumentará la autoestima de
los niños, por más creativos o personalizados que sean los halagos o los
saludos. Procuraré enseñar con el mayor entusiasmo, y haré todo lo posible por
despertar la curiosidad o el deseo de aprender de mis alumnos. Pero no puedo
garantizar que mis alumnos adquieran motivaciones profundas y personales o que estén
siempre motivados. Tampoco puedo garantizar que se lo pasen bien en todo
momento o que todas las clases sean super-divertidas, aunque ningún profesor tiene
esas obligaciones. Puedo poner en marcha las metodologías más “innovadoras” que
me ofrece el mercado. Pero en este caso, ni siquiera puedo garantizar que los
niños aprendan… Sin embargo, aunque todos los profesores hiciéramos todas estas
cosas, aunque nos pasáramos el día con un saludo en la mano y una sonrisa en la
cara, tampoco podríamos garantizar que los niños serán felices en el colegio.
Si el fin último de la educación
es buscar la perfección o plenitud de la que es capaz cada ser humano, es
cierto que educamos para la felicidad. Pero creo que ahí está la confusión:
“educar para la felicidad” no equivale a que los niños “sean felices” en el
colegio. En realidad, confundimos “felicidad” con “hacer la vida agradable a
los niños”. Y olvidamos que el “bienestar emocional” de los niños no está
reñido con exigirles. Es más: si no hay exigencia, ese pretendido “bienestar
emocional” tan sólo es superficial y no ayuda al niño. Pues, por ejemplo, nos
recuerdan los cásicos que, si no crecemos en virtud, no podemos alcanzar una
vida plena. El profesor no inocula la virtud por medio del método ni de las
emociones positivas. Y la virtud tampoco crece por ciencia infusa, pues crecer
en virtud es tarea de cada persona. Y si no hay exigencia, es difícil que haya
esfuerzo por crecer.
Creo que “educar para la felicidad” equivale a
“ayudar a cada niño a hacer realidad lo
mejor de él” (Erich Fromm). Y para ayudar a los niños no podemos limitarnos
a procurar su “bienestar emocional”, sino también a buscar el desarrollo de las
capacidades intelectuales. Así como fomentar el esfuerzo, el trabajo y la
dedicación. Por parte del maestro, sí, pero sobre todo por parte del alumno. En
ese sentido, decía Gregorio Luri: “Como seres humanos nuestro deber no es ser felices, es
desarrollar nuestras capacidades más altas”.
Porque, si ponemos nuestro principal esfuerzo en que los niños aprendan, y por
medio del aprendizaje desarrollen esas capacidades, hay más posibilidades de
que cada niño pueda hacer realidad lo mejor de él. Y, por tanto, hay más
posibilidades de que cada niño alcance la felicidad. En palabras de Alberto
Royo: “Un alumno va a tener más
posibilidades de realizarse siendo una persona culta que un ignorante”. Sin
embargo, es necesario recordar que ni siquiera de ese modo podemos garantizar
su felicidad al terminar la etapa educativa. Porque buscar y alcanzar la
felicidad nunca ha sido una tarea escolar, sino que se trata de una tarea
personal.
A mi parecer esta corriente nace de una queja: pensar que la influencia externa (educación, ámbito social o status económico) es mayor al poder de decisión; una queja que trata de justificar el fracaso personal eludiendo la responsabilidad que implica ser libre. Y lo que es mucho peor, eludiendo la verdadera libertad de los niños que nos toca educar.
ResponderEliminarLa típica respuesta autoritaria del "progresismo". Acusar al autor y a quienes lo acompañamos en sus ideas de un supuesto "fracaso personal", o de "eludir la libertad de los niños" (!!?). Es mucho más profundo que una simple "queja" - en mi opinión va camino de ser una ruptura epistemológica, de ahí la furia con que se defiende el paradigma aún vigente-, pero más fácil resulta descalificar y acusar al autor de lo que no es. Lea bien: "Como profesor, pondré todos los medios a mi alcance para que los alumnos estén a gusto en la clase o en el colegio". Es lo que hacemos a diario, pero no hay peor ciego que el que no quiere ver
ResponderEliminarLa acusación no es hacia el autor sinó hacia los promotores de paradigmas edulcorados que, estimo, están basados en un fracaso personal no asumido, basado en la elusión de la ineludible libertad personal de escoger, para mal, para bien o para mejor.
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