Se suele decir que para ser
profesor es necesario poseer un “don” al que se llama vocación. Así que, como
siempre, acudo a la RAE en busca de una definición. Vocación significa “inclinación a un estado, una profesión o una
carrera”. Por tanto, es lógico considerar que un profesor tiene esa “vocación
profesional” cuando posee la disposición para enseñar, pues “enseñar” es la
primera obligación de un profesor. Añadiré una consideración: creo que esa
inclinación para la enseñanza lleva en sí un cierto “espíritu de servicio”.
Sin embargo, hoy se nos intenta
inculcar aquello de que el profesor, para ser profesor, debe ser ante todo “empático, asertivo,
motivador, comprensivo, cercano, facilitador, no-directivo,…”. Y si no es así, por
lo visto ya no posee el “aura de la vocación”. Sin duda, muchas de esas
cualidades son deseables para un
profesor, pues esencialmente el profesor trata con personas. Sin embargo, lo
que no podemos hacer es exigir a todos los docentes que las lleven “en sí”,
como si fuesen dones que se reciben por el mero hecho de tener “esa vocación”.
Y, lo más importante, si lo esencial es la inclinación a enseñar, esas
cualidades son secundarias. O, como explica Inger Enkvist, “la empatía puede ser negativa si no se
combina con un enfoque en el aprendizaje”.
Porque con demasiada frecuencia se
vende la “vocación profesional del profesor” como un “aura mística”, pues la
palabra “vocación” tiene connotaciones religiosas. En el ámbito religioso,
“vocación” significa “llamada”. Quien recibe una vocación es un “elegido de
Dios”, y tiene una “gracia especial” para cumplir con su cometido. Puesto que la
pedagogía new age que predomina en el mundo educativo posee un cierto
misticismo y parece haber venido a redimir a los niños de su esclavitud para
devolverles la felicidad, no me extraña que se haya apoderado (o quizá
empoderado) del término. De ese modo, ya no se buscan profesores que enseñen, sino
seres humanos edulcorados de “emociones positivas”. En casos extremos, hay
quienes esperan del profesor que sea una madre Teresa de Calcuta.
No definiré lo que creo que
debería ser un profesor, ya lo hice en esta
entrada. Mi intención es resaltar que el profesor, ante todo, se dedica a
enseñar. Puesto que es propio de su trabajo el trato humano, creo que es bueno
que potencie las cualidades propias de ese trato. Creo que también debe querer
a sus alumnos, es propio de quien posee ese “espíritu de servicio”. Pero quererlos
esencialmente como lo que es, su profesor, no como “amigo”, “coleguilla”, “terapeuta”,
“confesor”, “psicólogo”, “coach”, “dinamizador”, “animador socio cultural”, “trabajador
social”, “padre-madre-abuela”,… Creo que la palabra “profesor” implica, por sí
misma, una gran dignidad y responsabilidad, y no hace falta redefinirla o
rellenarla de contenido. Muchos buenos profesores hacen más de lo que
corresponde a su obligación, convirtiéndose muchas veces en algo más que un
profesor. Pero ese “plus” no se le puede exigir a ningún docente, y menos con
la excusa de que es su obligación. Ni siquiera con la justificación de que su
trabajo es “vocacional”.
He conocido con el paso de los
años a grandes profesores, muchos como compañeros de fatigas. Y cada uno tiene
sus cualidades: unos son muy exigentes, otros menos; unos son desbordantes y cercanos,
otros son más fríos y distantes; unos son metódicos y calculadores, otros más dados
a la dispersión; unos son muy comprensivos, otros más tajantes… Pero cabe
resaltar que todos son grandes profesionales y tienen claro que, ante todo, su
misión es enseñar. Y me alegro de que sean tan diferentes, pues la disparidad
de modelos también enriquece a los alumnos. Y, con el paso del tiempo, los
alumnos aprenden a valorar las cualidades personales de cada uno de esos profesores
que procuran enseñar. No se quedan en el mero “me caen bien o mal”, “es
simpático” o “divertido”. Los valoran como personas.
Así que, en conclusión, creo que
quien se dedica a la enseñanza con la disposición de enseñar y de servir, ya
tiene esa vocación, sin añadir misticismos innecesarios. Soy profesor, y me
niego a aceptar que en un futuro cercano “los
profesores o los médicos hayan sido sustituidos por ‘coaches’ o por curanderos”,
como explica irónicamente Alberto Royo en su libro Contra la nueva educación. Escribía
Julián Marías que la vocación de un ser humano es “el destino libremente escogido”. Y me gusta la definición: siempre
he pensado que el destino lo forja cada persona con sus decisiones libres.
Lo de echar la culpa al vecino (y cargarle con la responsabilidad) es algo que ocurre en casi todos los estratos sociales. En el caso de los profesores, si la sociedad se desmadra, son el blanco inicial del fracaso de los padres.
ResponderEliminarDe los padres..., y de la administración, que obliga a los profesores a suplir las carencias que los niños tienen en casa.
EliminarMuy de acuerdo con todo lo que señalas, Juan. En este asunto tengo que reconocer que he cambiado de opinión. Durante un tiempo pensé que era importante que un profesor fuera vocacional. Hoy, me parece incluso peligroso. Pienso que hay otros requisitos mucho más importantes: el primero, sin duda, el dominio de la materia que se imparte; luego, el compromiso (o sea, la profesionalidad); en tercer lugar, el entusiasmo. Creo que cualquier de estas tres cualidades tienen mayor influencia en la buena labor docente que la vocación. Un saludo y gracias por la mención.
ResponderEliminarGracias. Y estoy seguro de que el dominio de la materia, el compromiso y el entusiasmo, es lo que lleva a la verdadera atención y preocupación por los alumnos, y no al revés. En realidad, mi opinión es que la pedagogía posmoderna ha envilecido el término "vocación". Pues creo que la "verdadera vocación" se sustenta en esa inclinación o preocupación primordial por enseñar. Luego viene todo lo demás.
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