Me proponía un amigo que
escribiera una entrada con el siguiente título: “Diez consejos para ser unos
padres perfectos”. Pero tuve que decirle que el título me parecía falaz en su
punto de partida, y me resultaba imposible “enlatar” diez consejos. Porque no
creo en los métodos perfectos y de probada eficacia: cada niño es único e
irrepetible. Porque considero que los consejos son personales y sólo deben
darse cuando nos los piden. Porque probablemente no sería capaz de escribir
esos consejos, sino que me limitaría, como ya hice en una entrada (http://educacionysensatez.blogspot.com.es/2016/01/quien-ayuda-los-padres-educar.html),
a una serie de ideas de fondo para que cada uno las pueda concretar. Porque, le
pese a quien le pese, nunca existirán padres (ni profesores) perfectos. De
hecho, creo que nuestra imperfección forma parte del acto educativo: no sólo es
bueno que seamos imperfectos y lo mostremos (para mostrarlo no hace falta
esforzarse), sino también necesario. Y de eso he decidido escribir: del valor
educativo de la imperfección.
Tengo que admitirlo: cuando era
alumno, existían muchos profesores de corte autoritario. Sin embargo, con el
paso del tiempo, descubrí que ese autoritarismo no era lo más molesto. Lo
realmente odioso, eran esos pocos profesores que siempre tenían razón, aunque
no la tuvieran en absoluto. Parecía que poner en duda su palabra, sus actos o
sus decisiones, en la forma que fuese, era atacarles. Porque no hay nada que deforme más la realidad que justificarlo todo
bajo el velo de la autoridad, o el de las buenas intenciones…
Como profesor, también he
descubierto a un tipo de padres que se parecen a esos profesores. Son aquellos
que tienden, sin darse cuenta, a atribuir los problemas de sus hijos al
profesor o al colegio. Quizá el problema de esos padres sea que nunca se han
planteado ser los primeros educadores de sus hijos, pero creo que también
les ocurre algo muy humano, algo que a todos nos deberían ayudar a descubrir, algo que a todos nos ocurre en uno u otro momento: ser conscientes y aceptar sus propios errores.
Y es en este punto donde llega la
alabanza de la imperfección. Un buen educador (ya sea padre, profesor,
entrenador, monitor,…) conoce sus limitaciones y descubre sus errores. Y,
cuando se ponen de manifiesto, ya no podemos hacer nada para evitarlos. Sólo
podemos admitirlos o esconderlos. Y el valor está en admitirlos, y luego
aceptarlos, corregirlos y poner empeño en mejorar. Porque todo eso no disminuye
la autoridad, sino que la aumenta. Y eso ocurre por el simple hecho de que nos
humaniza. Así que, ante tal situación, lo que permite al padre (o educador)
sacar el mayor provecho de su propia imperfección es reconocerla. Porque en
ocasiones somos excesivamente duros con hijos o alumnos, somos injustos, no sabemos
mantener la compostura y perdemos los nervios, no cumplimos con nuestra
palabra, o, en pocas palabras, irremediablemente nos equivocamos. Y, una vez
reconocido el error, nos toca pedir perdón, restituir o reparar si fuese
necesario, y seguir en la brecha, sin arrogancia, pero con la cabeza bien alta,
porque no hemos hecho más que demostrar que somos humanos. Porque aceptar los
errores nos convierte en seres humanos, nos humaniza. Y, con cada uno de esos
gestos, estamos educando. Porque las personas somos imperfectas. Si nunca se
muestran nuestras imperfecciones, no podremos mejorar ni seremos buenos modelos
de persona para aquellos a quienes pretendemos educar. Básicamente, porque
todos nos equivocamos, y los niños también tienen que descubrirlo.