EDUCACIÓN Y SENSATEZ

La educación, al menos desde que el gran pedagogo Sócrates intentara alcanzar la sabiduría provocando partos entre sus discípulos y detractores, siempre se ha producido por la interacción entre los seres humanos, por el encuentro del sabio con el ignorante, del instruido con el inculto, del versado con el iletrado, o, en resumen, del maestro con el alumno.

miércoles, 2 de mayo de 2018

¿Educar "para la vida"?




Hace unos años, tuve a un compañero, maestro de primaria, que no paraba de explicar a todo el mundo las maravillas de sus proyectos super innovadores. A uno de ellos lo llamaba “la cesta de la compra”, y tenía que ver con la planificación de la compra y el cálculo matemático. Le escuché hablar mil veces de las bondades de ese proyecto y podría reproducir en qué consistía. Pero no viene al caso ni me parece de recibo. No sé si el método le iba bien o no: nunca me meto en el trabajo de los demás.

Pero durante un curso, ese maestro intentó poner en práctica sus proyectos en un aula de secundaria, aprovechando los famosos “créditos variables”. Estaba convencido del éxito de su proyecto. No profundizaré en su “puesta en escena”, pero lo cierto es que la experiencia no le fue muy bien. El profesor en cuestión no lo negaba, aunque achacaba aquellos fracasos a que los profesores de secundaria habíamos matado la creatividad de los niños. Parece ser que habíamos acostumbrado a los alumnos a la disciplina y por eso no eran capaces de “estar activos en el aula” cuando se rompía la monotonía. La conclusión menos polémica que saqué al respecto es la siguiente: parece que lo que entretiene a los niños en primaria no parece motivar del mismo modo a los “niños-más-creciditos” de secundaria. 

Pero basta de ironías: explico esa anécdota porque hace unos días me acordé de ese maestro y de su “cesta de la compra”. No suelo hacer la compra entre semana, pero hace poco fui a hacer la compra un viernes por la mañana. ¿Qué encontré en el supermercado? Un montón de niños que “hacían la compra”. Era una actividad escolar, “perfectamente integrada en el curriculum”, como me explicó una de las maestras que estaban allí, aclarándome que “no se trata de una salida cultural”. Debían ser criaturas de cuarto o quinto de primaria, no más. Iban por grupos, cada grupo con su carrito, su lista de la compra, y su calculadora. Las profesoras se encontraban en un punto concreto desde el que resolvían las dudas a sus alumnos. No sé cuánto tiempo estuvieron realizando la actividad, pero ya estaban cuando llegué, y allí seguían cuando me fui. Había poca gente en el supermercado, aunque los críos se portaron muy bien, e incluso pedían perdón cada vez que atropellaban a alguien.
 
No opinaré sobre pedagogía ni sobre esa actividad en concreto. Seguro que posee sus ventajas pedagógicas. Como mínimo, la actividad cumplía con lo que demandan los cánones posmodernos: los niños parecían felices, contentos y motivados con la actividad. 

Pero vayamos de una vez al “quid” de la cuestión. Porque se oye a menudo que “la escuela debe educar para la vida”. No sólo eso, sino ahora se insiste en que debe ser “la vida misma”. Nunca he entendido por qué motivo se repiten estas frases hasta la saciedad. Pues creo que la escuela, de un modo u otro siempre ha educado “para la vida”. Y, que yo sepa, en mi caso formó parte de “la vida misma” al menos durante la escolarización… 

Se me ocurren dos motivos por los que se dicen estas cosas. El primer motivo es un prejuicio que procede de esa idea que sir Ken Robinson ha logrado implantar en el imaginario colectivo: que la escuela no responde al modelo social actual. Así que hay que cambiar el paradigma para adecuarse a la vida tal y como la entendemos ahora. Y como el modelo a seguir es, por ejemplo, la empresa de espacios abiertos Google o el espíritu emprendedor, pues ahora hay que poner sofás en las aulas o hacer proyectos según los intereses del niño, que así se convertirá en un súper emprendedor. Entienden eso como adecuarse a la vida… No tengo ganas ni siquiera de intentar esbozar una crítica a este motivo.

El segundo motivo me parece más interesante y realista: muchos de quienes afirman estas cosas pretenden incorporar a las actividades escolares aprendizajes o situaciones que siempre han pertenecido a otros ámbitos. Dado el mundo en el que vivimos, resulta complicado que los niños tengan experiencias “auténticas”, pues todo viene “empaquetado” y muchos padres no tienen tiempo para realizar ciertas actividades “para la vida” con sus hijos. Ya se han ido los 80’s, esa época en la que salíamos de casa para picar a los amigos, y nadie se preocupaba por regalarnos un móvil para que llamáramos cada media hora informando de que estábamos vivos… En pocas palabras: que recuerdo haber acompañado cientos de veces a mis padres al mercado. Y debe ser por eso que jamás he echado en falta “hacer la compra” en horas lectivas.

Este segundo motivo tiene cierto fundamento. De hecho, me parece bien estar abierto a “incorporar experiencias”, siempre y cuando se subordinen a lo académico. Muchas veces no se quedan en simples experiencias, sino que también pueden ayudar a ampliar horizontes o a despertar inquietudes. Pero también tengo claro que incorporar esas experiencias no implica que “el curriculum las asuma”. Ni tampoco que deban “evaluarse”. Ni siquiera se me ocurriría considerar que “esa actividad” en el supermercado sea en realidad una “clase moderna de matemáticas”. Porque no lo es. Si acaso, acepto llamarla “práctica aplicada de la suma”, pero no “clase de mates”…

Que la escuela asuma actividades que los niños siempre han hecho en otros ámbitos no equivale a que la escuela deba “educar para la vida”. Básicamente porque los primeros educadores de cada niño no son las escuelas, ni el Estado, ni ninguna otra institución. Por magníficas que sean las intenciones de todos. A quienes les corresponde “educar para la vida” en el sentido que predica la pedagogía moderna es a los padres. Y sé que muchos no alcanzan a realizar esa tarea: la vida es muy compleja. En todo caso: abogo por la conciliación. Si no es posible, comprendo que las escuelas intenten compensar esa carencia e incluso aplaudo ciertas iniciativas. Pero sin olvidar que, en ese caso, esa no es la principal misión de la escuela. Y también que actúa como “sustitutivo”.

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