EDUCACIÓN Y SENSATEZ

La educación, al menos desde que el gran pedagogo Sócrates intentara alcanzar la sabiduría provocando partos entre sus discípulos y detractores, siempre se ha producido por la interacción entre los seres humanos, por el encuentro del sabio con el ignorante, del instruido con el inculto, del versado con el iletrado, o, en resumen, del maestro con el alumno.

martes, 25 de abril de 2017

Educación emocional (Parte IV): la empatía




La empatía se define como la “capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos”. En otras palabras, la empatía es la capacidad de ponerse en la piel del otro. Es necesario aclarar que la empatía no es un conjunto de técnicas para “comprender a los demás”: porque lo que suelen vendernos es que la empatía es algo así como un “método” para tratar con los demás y se puede aprender en cursos... No, la empatía requiere, ante todo, una disposición interior. De eso vamos a hablar.

En lo que se refiere a la educación, se suele confundir la empatía con la “simpatía”. Sonreír a alguien que lo pasa mal, sin más, o poner “cara de pena”, es simpatía o condescendencia, pero no empatía. Las palabras positivas o los gestos positivos que utilizamos pueden ayudar más o menos a una persona. Pero si detrás de la palabra o del gesto no hay una actitud o una disposición, tampoco hay empatía, sólo simpatía. Quien se limita a utilizar las técnicas de empatía que ha aprendido en un curso, no es una persona empática. Más bien es un manipulador. Porque quienes se limitan poner en práctica las técnicas para empatizar, aunque realmente busquen el bien del “otro”, lo hacen desde su juicio particular o desde su propia visión del mundo, sin ponerse realmente en la piel del otro. Cuando una persona sufre y tiene necesidad de ser escuchada, distingue entre si es tratada con empatía o sencillamente con simpatía. En este último caso, la simpatía se percibe como indiferencia. Y todas las buenas intenciones de quien pretendía ayudar con su mera simpatía se diluyen, haciendo más daño a ese que sufre.

También confundimos la empatía con la emotividad. Se nos olvida que hay personas más emotivas y personas menos emotivas. Depende del temperamento de cada uno, así como del carácter o de las experiencias que ha vivido cada persona. Por otro lado, ser más o menos emotivo no tiene nada que ver con la bondad o la maldad de una persona, ni tampoco con su capacidad de amar más o menos a los demás. A ciertas personas se les quedan las cosas grabadas con tanta fuerza, que difícilmente logran salir de sus cárceles afectivas. A otras, esa misma impresión, aunque les afecta personalmente, no les impide seguir con su vida. Porque el afecto no depende sólo del estímulo que lo provoca, también depende de la persona que lo percibe. Por eso no se puede generalizar y la afectividad es tan subjetiva. 

Así que, nos guste o no nos guste, por más simpatía que muestre un docente o por más emotividad que ponga en lo que hace, no tendrá más empatía. Un profesor simpático no es una persona empática: tan sólo es un tipo que cae bien. Un profesor que se deshace en elogios y sentimientos positivos hacia sus alumnos, es tan sólo una persona positiva, nada más. Y un profesor que llora abrazando a sus alumnos, me da más miedo que confianza: quizá padezca un desequilibrio afectivo. En pocas palabras: que hacer un saludo personalizado “chachi guay” antes de empezar la clase, por ejemplo, o decirle a cada niño que es el ser más maravilloso que hay sobre la faz de la tierra, no equivale a empatizar con los alumnos.

Estudiar mucha “inteligencia emocional” o conocer técnicas para empatizar, no nos hace más empáticos. Porque la actitud y la disposición de una persona empática nace del interior de sí mismo. Por ejemplo, una persona que ha sufrido mucho y ha logrado superar o sobreponerse a sus traumas, posiblemente sea una persona muy empática. Al igual que una persona que tiene claros sus objetivos y ha luchado por lograrlos. Porque es difícil ponerse en lugar del otro si uno no ha vivido antes una situación similar. Como he comentado más de una vez: si una persona no se esfuerza por crecer como persona, nunca adquirirá las cualidades deseables de un ser humano. Y eso no se aprende en un curso de formación para docentes.

¿Es necesario ser una persona empática para dedicarse a la enseñanza? Un profesor trabaja con personas. Sin duda, es deseable que cualquiera que trabaje con personas sea capaz de comprender los problemas de los demás, que sea una persona cercana, que caiga bien, que contagie entusiasmo, que se preocupe por lo que le preocupa a cada uno,… También es deseable que cualquier jefe, por ejemplo, sea de ese modo. Y la verdad es que ese tipo de jefes no abundan… La verdadera empatía no es una técnica, sino que más bien se trata de una disposición que requiere una cierta “excelencia personal”. Y me parece un poco utópico exigir esa excelencia personal a todos los profesores, y más en una sociedad en la que resulta difícil encontrar personas verdaderamente empáticas. Además, esas cualidades sólo se aprenden con el tiempo y con el trato, no con cursos o técnicas. Me encantaría que todas las personas que trabajan con personas o de cara al público fuesen verdaderamente empáticas: los médicos, los policías, los jueces y abogados, los funcionarios, los psicólogos, o los camareros... ¡Hasta el butanero!, de ese modo nos echaríamos unas risas cada vez que trajera una bombona, o sencillamente compartiríamos nuestras aflicciones... Sería fantástico que en el McDonalds, aparte de servirme una hamburguesa, la preparasen y la sirvieran con amor, que me comprendieran mientras hago el pedido, que me abrazaran si estoy afligido, o que me regalaran la bebida si expreso mis traumas… Por favor: dejemos de proyectar la perfección en la figura del profesor, y descubriremos que existen muchísimos buenos profesores más allá de sus cualidades particulares para el trato personal. Porque la respuesta a la pregunta planteada en este párrafo es NO. Ni empático, ni simpático, ni emotivo, ni “enrrollado”,… No hace falta. De verdad. Básicamente porque no es esa la principal tarea del profesor.

Creo que es necesario añadir una consideración: esforzarse por ser una persona demasiado empática o pasarse el día preocupándose por los problemas de los demás, conlleva algunos peligros de los que nadie habla. Y un profesor trabaja con personas, por lo que está expuesto a esos peligros si se centra tan sólo en empatizar con sus alumnos. Por ejemplo: el profesor puede acabar convirtiendo los problemas de sus alumnos en sus propios problemas. Si un profesor trata con unos 30 alumnos por clase, y entra en varias clases diferentes, ¿tiene que hacer suyo cada problema de cada niño? Sería para volverse loco… Sólo conocer y tener presentes esos problemas ya es una labor titánica. Si muchos padres ni siquiera lo logran con dos o tres hijos, ¿por qué se lo exigimos a un profesor que tiene treinta alumnos… por aula? Otro ejemplo: involucrarse demasiado en los asuntos de una persona con necesidades afectivas, puede provocar que la persona necesitada dependa afectivamente de quien se pone en su piel, creando un vínculo de dependencia. Y eso puede ser nefasto para el niño, pues el profesor no es su principal educador. Lo siento, sé que queda muy mal decirlo, pero es verdad: los alumnos no son hijos del profesor, ni siquiera parientes. Son, sencillamente, sus alumnos. O, por ejemplo, un profesor que se centra en los problemas personales de cada uno de sus alumnos en vez de centrarse en enseñar, puede olvidar que su principal labor consiste en enseñar. Y es probable que acabe convertido en psicólogo de sus alumnos. Creo que algo así no sólo desvirtúa la actividad docente, sino que puede confundir a esos alumnos. Si el niño no recibe atención o cariño en casa, creo que lo más inteligente es poner el esfuerzo en que los padres del niño sean conscientes del problema y ayudarles a que se pongan manos a la obra, no exigirle al profesor que haga el papel de padre.

Porque lo que se denomina inteligencia emocional no es una inteligencia, sino la capacidad de gestionar la propia afectividad y nuestra relación con los demás. Va bien conocer la teoría, pero no es determinante. Porque la denominada “inteligencia emocional”, a diferencia del conocimiento teórico, es una capacidad que se aprende viviendo. Y todos sabemos que la vida no es siempre un jardín de rosas ni un mundo feliz, como pretende hacerles creer a niños y padres la pedagogía moderna. Y, si un niño no aprende a enfrentarse a la realidad, sino que se sumerge en una burbuja en la que todos le comprenden, difícilmente aprenderá a gestionar su  afectividad. Creo que los niños tienen que aprenderlo. Y no se trata de hacerles sufrir, ni tampoco de ensañarse con ellos, ni de gritar o no sonreír nunca…, los típicos tópicos sobre la demonizada y mal denominada “educación tradicional”. Se trata más bien de ayudarles a madurar. En vez de allanar el camino del niño, preparémosle para el camino, como dice el refrán. El bueno de Rocky nos lo recuerda en este video: https://www.youtube.com/watch?v=uNSFgW7i5EU


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