EDUCACIÓN Y SENSATEZ

La educación, al menos desde que el gran pedagogo Sócrates intentara alcanzar la sabiduría provocando partos entre sus discípulos y detractores, siempre se ha producido por la interacción entre los seres humanos, por el encuentro del sabio con el ignorante, del instruido con el inculto, del versado con el iletrado, o, en resumen, del maestro con el alumno.

martes, 15 de noviembre de 2016

Progreso y educación



Sí, es cierto: nuestros alumnos son del siglo XXI y los profesores somos del siglo XX.  Pero dentro de cincuenta años, alumnos y profesores pertenecerán por igual al siglo XXI. Es una mera cuestión temporal. ¿Alguien es capaz de negar que la mentalidad de los alumnos será diferente a la de los profesores cuando alcancemos la mitad de siglo? Pero entonces, ya no tendremos esa excusa del cambio de siglo para justificar la creación de “nuevos paradigmas”, así que habrá que buscar otra. Porque, aproximadamente dentro de cien años, vendrá alguien y dirá: “Somos profesores del siglo XXI y nuestros alumnos pertenecen al siglo XXII, ¡hay que adaptarse a los tiempos!”. Y, posiblemente, volverán a construir los tabiques que tiramos durante este siglo, sólo para volver a tirarlos cien años después. Y así sucesivamente. Gracias a Dios, mientras algunos se dedican a innovar y superan sistemas obsoletos mientras dicen defender la educación, muchos otros siguen en la trinchera, enseñando y educando. Y muchas veces innovando de verdad, pero sin fardar de sus innovaciones, porque sus innovaciones están realmente al servicio de sus alumnos.

Ya expliqué hace un tiempo lo que denominé el problema del cambio en la educación. Pero me temo que la educación se ha apropiado de la idea del “progreso continuo e irreversible”. Sin embargo, esa idea tampoco es nueva, procede de la Ilustración. De ese modo, muchos pensadores del siglo XIX adoptaron una visión del mundo en la que sólo avanzamos por “superación”. La dialéctica de Hegel o los “estadios” de Comte son un buen ejemplo de ello. Y es que, por más que nos empeñemos, no hay nada nuevo bajo el sol.

Puesto que la posmodernidad es hija de la modernidad, seguimos anclados en ese supuesto. Y no nos damos cuenta de que, en muchas ocasiones, el progreso nos ciega. Y no nos detenemos a comprobar en qué ámbitos retrocedemos mientras nos afanamos por avanzar en otros. Sin embargo, como parece ser que hemos convertido en dogma eso de que “lo nuevo siempre es mejor”, que todo lo que pertenece a otras épocas debe ser superado, no nos damos cuenta de lo que rompemos o perdemos por el camino mientras intentamos alcanzar ese futuro incierto. Y quizá ese pretendido progreso sea en realidad un retroceso. Porque demasiadas veces, en vez de cimentar las bases de lo que queremos construir, nos empeñamos en construir rápidamente estatuas con pies de barro para que brillen con luces de neón. Pues, en nombre del progreso, ¡no podemos perder el tren de la innovación! Sin embargo, por muy bonitas que parezcan las estatuas, no creo que soporten el peso. Posiblemente caerán, y puede que aplasten a futuras generaciones. Y entonces, el problema será mayor que antes de construir esas estatuas. 

Hace unas semanas pinté mi habitación. Antes de pintar, hice una limpieza a fondo, desmonté muebles, y vacié armarios. Hice un inventario de trastos, llené un par de bolsas de basura, y me vi obligado a tirar incluso libros. Luego, tapé agujeros y abolladuras con masilla, limpié manchas que podían dificultar un buen acabado, y puse cinta de pintor en todos los bordes: puertas, ventanas, enchufes,… Entonces, tras todo ese trabajo, pintar fue un momento. Y, aunque no quedó perfecto, tras pintar llegó la reconstrucción. ¿A qué viene este ejemplo? Es muy sencillo: creo que ciertas pedagogías actuales pretenden pintar las paredes sin hacer todo el trabajo previo. En nombre del progreso y de la innovación, hay que superar rápidamente, cuanto antes, un cierto sistema educativo. Y no tapamos agujeros, ni hacemos inventarios, ni nos molestamos en poner la cinta de pintor,… Porque parece ser que es absolutamente necesario adecuarse sin demora a los cambios de la sociedad actual. Y, cuando hayamos cambiado, ¿no habrá cambiado también la sociedad y tendremos que volver a adecuarnos a esos cambios? Porque hay algo que me sigue preocupando: nadie define con claridad en qué consiste exactamente ese obsoleto sistema educativo del siglo XIX del que tanto se habla, pues muchas de las críticas de tantos gurús no se corresponden con la realidad. Yo creo que la mal denominada “escuela tradicional” es un enemigo imaginario, una nueva “guerra de los mundos” al estilo Orson Welles. O, como mucho, sospecho que se trata de una campaña de márketing muy bien orquestada con el único fin de vender un producto por medio de sus altavoces: ciertos profetas-visionarios-gurús cuyo único mérito es hablar bien. 

Escribe Gregorio Luri en su obra L’Escola contra el món (ed. La Campana): “La escuela ha de situarse en cierta forma contra el mundo (…). Ha de ser capaz de proporcionar al alumno modelos de conducta en cierta forma intemporales” (p. 22). Y no puedo estar más de acuerdo. Porque antes de innovar o de reformar, creo que es imprescindible asentar las bases y pensar detenidamente cuáles son aquellas cosas a las que no debemos renunciar con el cambio. No sea que con tanta reforma acabemos derribando las paredes maestras, nos olvidemos de poner los cimientos, y el edificio se nos acabe cayendo encima. En definitiva: creo que los verdaderos cambios en la educación sólo serán válidos si no perdemos de vista las preguntas esenciales. Porque cuando hablamos de educación, no creo que “adecuarse a un mundo cambiante” sea la mejor idea. Pues cuando hablamos de educación, hay cuestiones esenciales, que no cambian, son intemporales, y demasiadas veces las olvidamos: qué es la persona, cuál  es la finalidad de la enseñanza, qué es educar,...

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