EDUCACIÓN Y SENSATEZ

La educación, al menos desde que el gran pedagogo Sócrates intentara alcanzar la sabiduría provocando partos entre sus discípulos y detractores, siempre se ha producido por la interacción entre los seres humanos, por el encuentro del sabio con el ignorante, del instruido con el inculto, del versado con el iletrado, o, en resumen, del maestro con el alumno.

lunes, 12 de septiembre de 2016

La autoridad en el aula



Escribía Chesterton: “La única cuestión importante es que no se puede evitar de ningún modo la autoridad en la educación”. Eso, dicho de ese modo a cualquier ciudadano del siglo XXI, puede resultar escandaloso. Sin embargo, si lo pensamos a fondo, resulta una sentencia de un sentido común aplastante. 

Cuando se habla de autoridad, muchos piensan equivocadamente en el “autoritarismo”. Pero nos explica Jutta Burggraff: “El sustantivo auctoritas, derivado de auctor, viene del verbo augere, que significa ‘incrementar’ o ‘hacer crecer’. Autoridad es quien hace crecer, y no una pesada carga que inhibe el desarrollo”. Quien ejerce el autoritarismo, asfixia y reprime. Quien posee y ejerce la verdadera autoridad, en cambio, orienta, mueve, encauza, alienta… En pocas palabras, ayuda al desarrollo de la persona. 

Creo que hoy más que nunca debemos rehabilitar el término. Porque nos hemos situado en el extremo opuesto al autoritarismo: parece que las leyes de educación y las ideas políticamente correctas de las “nuevas pedagogías” pretendan imponer el “colegueo” entre profesores y alumnos. De ese modo, se despoja al profesor de su autoridad, intentando convertirle en “uno más”, en otro adolescente dentro del aula, y el alumno alcanza en la práctica una categoría superior a la de su maestro. Hoy en día, ser profesor y entrar en una clase de 3º de ESO con la intención de enseñar, equivale muchas veces a jugar en el Alcoyano y enfrentarse al Barça... ¡Claro que puedes ganar! Pero resulta un tanto difícil.

No hace muchos años, la palabra del profesor tenía un valor supremo. No me convence ese planteamiento, pues el profesor no siempre tiene razón. Pero de ahí a poner siempre en duda su palabra ateniéndonos tan sólo a que el niño es un ser supuestamente inocente, hay un gran trecho. Recordando mis tiempos de estudiante, aquellos en los que la “represión” en las aulas decimonónicas estaba al orden del día, sólo un profesor me pegó una vez durante mi escolarización. También recibí un bofetón en toda mi infancia y adolescencia de la mano de mi padre. Lo siento por los que padecieron traumas en su infancia: yo no sufrí ninguno. Y, visto con perspectiva y justicia, no sólo tenían razón sino que considero que todos los que participaron en mi educaron se contuvieron bastante al tratar conmigo. 

No pretendo hacer un alegato de los tiempos pasados, ni del castigo, ni del cachete, ni de la escuela pretendidamente opresora del siglo XIX, pues nunca he comulgado con ese estilo. Sólo considero que debemos rehabilitar la palabra “autoridad” y situarla en el lugar que le corresponde. No creo que sea nocivo, sino que considero beneficioso y necesario exigir ciertos comportamientos, actitudes y esfuerzos en su trabajo a los estudiantes. Y, sobre todo, poder hacerlo sin temer represalias. Para eso no hace falta ejercer ninguna violencia. 

Creo que debemos sacudirnos las ideas de las nuevas teorías pedagógicas y replantearnos qué es lo verdaderamente importante en la enseñanza. En ese sentido, creo que la clave para rehabilitar esa autoridad no puede ser otra que el conocimiento. Por tanto, suscribo la tesis principal del libro Contra la nueva educación de Alberto Royo: basar la enseñanza en el conocimiento y en el esfuerzo, y volver a prestigiar el mérito que les corresponde a los buenos estudiantes*. Porque, como explica Inger Enkvist (y creo que la mayoría de profesores de secundaria estaríamos de acuerdo), “si se despoja al docente de su estatus de alguien que conoce la materia que van a aprender los alumnos, ¿qué hace el docente en el aula? (…) En ese tipo de situación, los profesores no tienen ninguna autoridad para exigir un cierto tipo de conducta por parte de los alumnos” (Educación, guía para perplejos, ed. Encuentro pg. 18).

* Entiendo como buen estudiante a aquel que quiere aprender y se esfuerza por aprender, no necesariamente al que saca las mejores notas.

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