EDUCACIÓN Y SENSATEZ

La educación, al menos desde que el gran pedagogo Sócrates intentara alcanzar la sabiduría provocando partos entre sus discípulos y detractores, siempre se ha producido por la interacción entre los seres humanos, por el encuentro del sabio con el ignorante, del instruido con el inculto, del versado con el iletrado, o, en resumen, del maestro con el alumno.

martes, 20 de diciembre de 2016

La vocación profesional del profesor



Se suele decir que para ser profesor es necesario poseer un “don” al que se llama vocación. Así que, como siempre, acudo a la RAE en busca de una definición. Vocación significa “inclinación a un estado, una profesión o una carrera”. Por tanto, es lógico considerar que un profesor tiene esa “vocación profesional” cuando posee la disposición para enseñar, pues “enseñar” es la primera obligación de un profesor. Añadiré una consideración: creo que esa inclinación para la enseñanza lleva en sí un cierto “espíritu de servicio”. 

Sin embargo, hoy se nos intenta inculcar aquello de que el profesor, para ser profesor, debe ser ante todo “empático, asertivo, motivador, comprensivo, cercano, facilitador, no-directivo,…”. Y si no es así, por lo visto ya no posee el “aura de la vocación”. Sin duda, muchas de esas cualidades son  deseables para un profesor, pues esencialmente el profesor trata con personas. Sin embargo, lo que no podemos hacer es exigir a todos los docentes que las lleven “en sí”, como si fuesen dones que se reciben por el mero hecho de tener “esa vocación”. Y, lo más importante, si lo esencial es la inclinación a enseñar, esas cualidades son secundarias. O, como explica Inger Enkvist, “la empatía puede ser negativa si no se combina con un enfoque en el aprendizaje”.

Porque con demasiada frecuencia se vende la “vocación profesional del profesor” como un “aura mística”, pues la palabra “vocación” tiene connotaciones religiosas. En el ámbito religioso, “vocación” significa “llamada”. Quien recibe una vocación es un “elegido de Dios”, y tiene una “gracia especial” para cumplir con su cometido. Puesto que la pedagogía new age que predomina en el mundo educativo posee un cierto misticismo y parece haber venido a redimir a los niños de su esclavitud para devolverles la felicidad, no me extraña que se haya apoderado (o quizá empoderado) del término. De ese modo, ya no se buscan profesores que enseñen, sino seres humanos edulcorados de “emociones positivas”. En casos extremos, hay quienes esperan del profesor que sea una madre Teresa de Calcuta.

No definiré lo que creo que debería ser un profesor, ya lo hice en esta entrada. Mi intención es resaltar que el profesor, ante todo, se dedica a enseñar. Puesto que es propio de su trabajo el trato humano, creo que es bueno que potencie las cualidades propias de ese trato. Creo que también debe querer a sus alumnos, es propio de quien posee ese “espíritu de servicio”. Pero quererlos esencialmente como lo que es, su profesor, no como “amigo”, “coleguilla”, “terapeuta”, “confesor”, “psicólogo”, “coach”, “dinamizador”, “animador socio cultural”, “trabajador social”, “padre-madre-abuela”,… Creo que la palabra “profesor” implica, por sí misma, una gran dignidad y responsabilidad, y no hace falta redefinirla o rellenarla de contenido. Muchos buenos profesores hacen más de lo que corresponde a su obligación, convirtiéndose muchas veces en algo más que un profesor. Pero ese “plus” no se le puede exigir a ningún docente, y menos con la excusa de que es su obligación. Ni siquiera con la justificación de que su trabajo es “vocacional”.

He conocido con el paso de los años a grandes profesores, muchos como compañeros de fatigas. Y cada uno tiene sus cualidades: unos son muy exigentes, otros menos; unos son desbordantes y cercanos, otros son más fríos y distantes; unos son metódicos y calculadores, otros más dados a la dispersión; unos son muy comprensivos, otros más tajantes… Pero cabe resaltar que todos son grandes profesionales y tienen claro que, ante todo, su misión es enseñar. Y me alegro de que sean tan diferentes, pues la disparidad de modelos también enriquece a los alumnos. Y, con el paso del tiempo, los alumnos aprenden a valorar las cualidades personales de cada uno de esos profesores que procuran enseñar. No se quedan en el mero “me caen bien o mal”, “es simpático” o “divertido”. Los valoran como personas.

Así que, en conclusión, creo que quien se dedica a la enseñanza con la disposición de enseñar y de servir, ya tiene esa vocación, sin añadir misticismos innecesarios. Soy profesor, y me niego a aceptar que en un futuro cercano “los profesores o los médicos hayan sido sustituidos por ‘coaches’ o por curanderos”, como explica irónicamente Alberto Royo en su libro Contra la nueva educación. Escribía Julián Marías que la vocación de un ser humano es “el destino libremente escogido”. Y me gusta la definición: siempre he pensado que el destino lo forja cada persona con sus decisiones libres.

jueves, 1 de diciembre de 2016

¿De quién es la potestad para educar en las NT?



Hace un tiempo, trabajé en un colegio donde se impuso el uso de ipads para casi todas las tareas desde quinto de primaria. Uno a uno, hice a varios directivos y profesores tecnológicamente entusiastas la siguiente pregunta: “¿Quién decide si un niño tiene o no móvil?”. Todos respondieron lo mismo: “Los padres”. Luego pregunté: “Por tanto, ¿a quién le corresponde la tarea de educar en el uso responsable del móvil?”. La respuesta volvió a ser la misma: “a los padres”. Es lógico, y además según el ideario del colegio, los padres son los primeros educadores y el colegio sólo les apoya y orienta en su labor. 

Pero seguíamos la conversación y, tras  tocar varios asuntos, acababa preguntando: “¿Quién decide si un niño o adolescente tiene un ipad en propiedad?”. “El ipad en el colegio es una herramienta de trabajo”, respondió uno desconcertado. Pero insistía: “No pregunto para qué se usa el ipad, sino quién tiene la potestad de decidir que un niño tenga un ipad en propiedad”. Alguno se enfadaba. Pero nadie respondía a la pregunta: “Si el colegio decide que el ipad es su instrumento pedagógico, los padres no tienen nada que decir al respecto”. Así que preguntaba: “Y si el colegio decide que el móvil es un instrumento de trabajo, los padres tampoco tendrán nada que decir, ¿no es cierto?”. Una respuesta fue: “Eres un demagogo”. Otra: “No es lo mismo”, aunque nunca me explicó la diferencia. Otro, sin más, se enfadó. Pero nadie expuso una razón lógica. 

Si la conversación continuaba, explicaba algunas de las abundantes anécdotas que conocía sobre el mal uso de los ipads por parte de los niños. Pero uno soltó: “Si los niños usan mal el ipad es responsabilidad de los padres”. Así que repliqué: “Y si los padres no han decidido que el niño sea propietario del ipad, sino que el colegio se lo ha impuesto como herramienta de trabajo, ¿sigue siendo responsabilidad de los padres?”. La respuesta: “Cada niño tiene un ipad porque queremos ayudar a los padres a que se impliquen en la educación responsable de los hijos en las nuevas tecnologías”. Pensaba que sólo se trataba de una herramienta de trabajo, pero esa afirmación abandona la neutralidad y entra en valoraciones morales… Así que insistía: “¿Se les está ayudando o se les está obligando?”. O también: “¿Eso no es imponer un criterio a las familias?”. Pero, al llegar a estas preguntas, normalmente no recibía respuestas, sólo enfados y, en una ocasión, incluso gritos. 

En aquel colegio, se impuso el ipad de la noche a la mañana, como en muchos colegios similares, y se le dijo a los numerosos padres que fueron a pedir explicaciones: “A quien no le guste, que se vaya del colegio”. Mejor no explico cómo acabó todo aquello. Yo sólo esperaba que alguien me respondiera a una pregunta: ¿quién tiene la potestad?, nada más. Para responder, basta con ser coherente. Y como se trataba de un centro cuyo ideario dice que es un colegio “de padres” y defiende que los padres son “los primeros educadores”, creo que no era tan difícil responder... A veces me siento como Sócrates, un tábano molesto.

Porque hace un tiempo, escuchaba a un cargo intermedio en primaria hablar sobre las bondades del aparato. Y se me ocurrió preguntar: “Y los niños, ¿tienen acceso a internet?”. Respondió afirmativamente. Así que le pregunté si eso no podía ser algo peligroso para las cándidas criaturas. Y habló de todo tipo de filtros muy potentes y del estricto control que un solo profesor tenía en todo momento… de cada uno los treinta ipads que había en una clase. Habrá que suponer que el buen uso del ipad y el estricto control del mismo fuera del colegio le correspondía a esos padres a cuyos hijos se les había impuesto el uso del ipad como herramienta de trabajo. Puesto que uno de los tertuliantes era estudiante de informática, le pregunté sobre la eficacia de los filtros. Y explicó desenfadadamente unas cuantas maneras muy sencillas de saltarse los filtros. Aquel cargo intermedio de primaria, se levantó y se fue malhumorado, como si alguien le hubiera insultado. 

Como no había manera de que me dieran un argumento sólido, el director del colegio llegó a justificar que el ipad servía para transmitir la fe de una forma más amena, pues se trataba de un colegio con ideario cristiano. Y, de nuevo, le expliqué que eso de “transmitir la fe” era más bien competencia de cada familia, que el colegio sólo apoyaba y orientaba, al menos según el ideario. Pero no supo qué decir. Ese director llegó a decirle a más de una familia: “El Vaticano avala nuestra pedagogía”, y añadía: “Lee lo que dice el Papa”. Por supuesto, nunca le enseñó a nadie el “aval” del Vaticano, pues el Vaticano no se dedica a avalar pedagogías. Además, soy cristiano, pero no idiota: ¿a quién se le ocurre imponer sus ideas en nombre de Dios o con la supuesta patente de la Santa Madre Iglesia? 

Leo a menudo al Papa Francisco, pero nunca habla de pedagogía. De todos modos, aunque hablara de ello porque todos somos libres de opinar, no es un tema de su competencia. Y, personalmente, no soporto el clericalismo, ya sea con alzacuellos o con corbata. Sin embargo, lo más curioso es que, cuando el Papa toca el tema de las nuevas tecnologías y la educación, se dirige a los padres, no a los colegios. Es significativo. Sobre este tema concreto, por ejemplo, ésta es una de las cosas que sugiere a los padres: “Una tarea importantísima de las familias es educar para la capacidad de esperar” (Amoris Laetitia, 275). Entre otras cosas, este es un consejo personal que el Papa Francisco dio a las familias tras una pregunta: “Los ordenadores deben estar en un lugar común de la casa. Estas son pequeñas ayudas que los padres encuentran” (Sarajevo, 6/6/2015). Pero como de los ipads no dice nada, pues a la mochila del niño con el aval del Vaticano. Al fin y al cabo, un ipad no es lo mismo que un ordenador, ¿no?

Aunque hablando de fe, quizá los directivos de ese colegio no sean tan incongruentes al elevar los asuntos pedagógicos a la altura de lo dogmático. De hecho, cuando algunos padres pedían estudios y argumentos que avalaran el uso del ipad, esos directivos decían que “creen” que el ipad motiva al niño y “creen” que el niño aprende mejor. Quizá el verdadero problema sea la poca fe de los padres respecto a la confianza ilimitada que exigían los supuestos expertos del colegio en los dispositivos. Quizás aquellos directivos deberían prestar un poco más de atención a lo que sí dice el Papa: “Cada vez son más los ‘expertos’ que pretenden ocupar el papel de los padres, los cuales quedan relegados a un segundo lugar” (Audiencia del 20/5/2015). Es curioso… un colegio de padres, pero sin los padres. Quizás fue por esas confusiones que el libro “Educar en la realidad”, así como otros escritos de autores varios como Inger Enkvist, llegaron a formar parte del index librorum prohibitorum del colegio. Pues me prohibieron formalmente hablar de ellos o contactar con cierta autora por “no ser ortodoxa”. Sí, he pecado, mea culpa.

Porque, llegando a la conclusión, esta es la única idea que pretendo transmitir en esta entrada: tengo la firme convicción de que la educación en el uso responsable de las nuevas tecnologías le corresponde a los padres, no a los colegios. Y, aunque un colegio sea laico, religioso o confucionista; público, privado o concertado; o sencillamente bilingüe, multicultural, o ni siquiera se defina en ninguna dirección, sea el tipo de colegio que sea, creo que no puede arrogarse el derecho a imponer el uso de ningún aparato electrónico a ninguna familia. Y si de todos modos algún colegio lo hace, que al menos ofrezca una alternativa a todas aquellas familias que escogieron un colegio por su ideario antes de que cuatro directivos les impusieran su forma de entender la educación supuestamente responsable en las nuevas tecnologías. Digo “supuestamente” porque poner un cacharro de 500 euros con conexión a internet bajo el brazo de un niño de 10 años, antes de que tenga la capacidad para poder decidir lo que necesita, lo que quiere y lo que no, quizás no sea la forma más óptima de educar en la responsabilidad. Creo que todo eso es muy distinto a considerar que un profesor pueda servirse de la tecnología para la enseñanza, o que en un colegio se utilicen aparatos electrónicos para ciertas actividades, ideas a las que nunca me he opuesto, pues son herramientas que yo mismo he usado como profesor. 

Nunca estaré a la altura de Sócrates, pero no tardé en ser acusado y condenado sin juicio previo por “corromper las mentes de mis iguales con preguntas puñeteras”. Así que no me quedó más remedio que beber la cicuta. En breve me plantearé escribir el guión de la película, sería un éxito asegurado. Sólo espero que algún día los colegios se dediquen a enseñar y dejen de imponer a las familias criterios que trascienden la pedagogía. Porque un ipad no equivale a un libro, a unos apuntes o a una libreta: al profundizar un poco, es fácil darse cuenta de que tiene implicaciones que van más allá de poder considerarlo tan sólo como un “instrumento de trabajo”. Por el bien de la educación, espero que los padres sean restituidos cuanto antes en su labor como primeros educadores.